Amigos para siempre
No ha ganado títulos pero ha seducido a Anfield con carisma, pasión y entusiasmo
Jürgen Klopp no sabe lo que es irse de un club por la puerta trasera. Sólo ha hecho las maletas dos veces, ambas por voluntad propia. Y lo mismo en Mainz que en Dortmund, fue despedido como un héroe, con el siguiente mensaje: Niemans geht man so ganz (uno nunca se va del todo).
A Liverpool llegó hace dos años, y si algún gigante europeo tiene la intención de llevárselo, no será fácil persuadirlo. Tal vez la cualidad que más valora es la lealtad (jamás critica en público a sus jugadores), y más de una vez ha dicho: “Yo no soy perfecto, pero este es el club perfecto para mí”. En su primera temporada en Anfield acabó cuarto, consiguiendo la clasificación para la Champions, y en la actual va tercero y ha metido a los reds en las semifinales europeas a expensas del City.
Con su sonrisa de estrella rock, sus entusiastas celebraciones con el puño al aire o deslizándose de rodillas por el césped, sus abrazos efusivos, su optimismo contagioso, su atrevimiento, carisma, energía y magnetismo, Klopp se ha convertido en una celebridad en Merseyside, igual que antes sedujo a la monumental südtribüne del Westfalen Stadion. Con el Borussia conquistó dos ligas, hizo un doblete y perdió una final de Champions en Wembley frente al Bayern.
Jürgen es por encima de todo un hincha de su propio equipo, de ahí la comunión que desarrolla con la afición. Introdujo en la Bundesliga el viererkette, un centro del campo en forma de diamante y una defensa zonal de cuatro sin líbero. Patrocina el gegenpressing –la presión asfixiante arriba para no dejar que el rival salga con la pelota controlada– y el contraataque rápido. La contrapartida es que impone un ritmo agotador a sus propios jugadores, y no todos lo soportan.
Su padre, un exportero mediocre reciclado en vendedor ambulante, tenía ya dos hijas cuando nació Jürgen, a quien forjó a su imagen y semejanza. En invierno esquiaba, en verano jugaba al tenis, y todo el año al fútbol, sin recibir apenas palmaditas en la espalda. Fichó por el Mainz 09, ejerciendo durante doce años, primero como un delantero poco dotado técnicamente, y luego como un defensa poco dotado técnicamente, pero siempre buen compañero. Por eso, cuando hubo una vacante en el banquillo, la propia plantilla lo propuso unánimemente como técnico.
Para Klopp la actitud es más importante que el talento. No le gusta gastar fortunas en jugadores (desde que llegó al Liverpool ha invertido menos de la mitad que el City y el United, y sólo un poco más que el Leicester), sino que prefiere mejorar a los que ya tiene (la progresión bajo sus auspicios de Henderson, Alexander-Arnold, Firminho y no digamos Salah ha sido extraordinaria). Ficha bien, como demuestran los casos de Robertson y Van Dijk. Y deja marchar a los descontentos, como ocurrió con Coutinho (apenas anhelado), para no menoscabar la moral del grupo. Es un perfeccionista que estudia los partidos al detalle, y los lunes dedica cinco a seis horas a analizar exhaustivamente los noventa minutos del choque anterior. Tiene mal genio, y puede ser bastante borde con los árbitros y con los periodistas que formulan las “preguntas equivocadas”. Pero en el club es amigo de todos, empezando por el conductor del autobús. “El fútbol –dice- va más allá de la gloria del triunfo. Es orgullo, beligerancia, tribalismo, sentido de pertenencia”. Uno nunca se va del todo.