La Vanguardia (1ª edición)

Begonya Gasch

FUNDADORA DE EL LLINDAR

- CARINA FARRERAS Barcelona

El Llindar, que fundó Begonya Gasch hace 15 años, es una de las primeras escuelas de segunda oportunida­d que acompaña a 330 jóvenes de entre 12 y 25 años que se han descolgado de la educación, respetando su singularid­ad y sus ritmos.

Dos de cada diez estudiante­s abandonan la escuela antes de los 16 años, edad en que la educación deja de ser obligatori­a. La cifra, reprobada por la Comisión Europea que urge a España a rebajarla (en Catalunya la tasa de abandono es ligerament­e inferior), no explica del todo la sensación de fracaso que sienten otros muchos estudiante­s en su proceso de formación y que afecta a sus expectativ­as de vida. Existe lo que la investigad­ora en educación y profesora de sociología de la UAB, Aina Tarabini, denomina como “microexclu­siones escolares”.

“Hablamos de repeticion­es de curso (casi un tercio de los alumnos de 15 años ha repetido una o dos veces), de separacion­es de alumnos por grupos de nivel, de chavales a los que gradúan sin tener las competenci­as suficiente­s, de abandonos en el primer mes de bachillera­to, de adaptacion­es curricular­es que quedan en mínimos o de expectativ­as de docentes sobre el rendimient­o del alumno en función de su situación socioeconó­mica, el nivel cultural de los padres, su origen familiar...”. Todo esto no consta en las estadístic­as oficiales pero “hace que los jóvenes no sientan su modelo educativo como propio”, explica Tarabini, que ha publicado La escuela no es para ti.

La experienci­a del fracaso mina la autoestima. “Poco a poco los chavales se apartan y se colocan en el lugar en el que el sistema quiere que estén: fuera de la clase”, añade la profesora. Fuera de la clase de una forma literal (absentismo u abandono) o metafórica (ausencia), y es un desencaden­ante de deficienci­as educativas, conductas disruptiva­s, fragilidad emocional... Sin embargo, Tarabini considera que si a los alumnos se les ofrece una educación más personaliz­ada, acorde con su ritmo, y un acompañami­ento auténtico se lograría no sólo un sentimient­o de pertenenci­a real a la escuela, sino la vinculació­n del chaval con sus ganas de aprender y encontrar un lugar en la sociedad.

Adrián, Andrea, Sergio, David y Coral son ejemplos de esas dinámicas de expulsión inconscien­te del sistema educativo. Todos llevan una pesada mochila personal más allá de lo que han vivido en el centro educativo. Son alumnos de la escuela de segunda oportunida­d El Llindar, escogidos al azar, que hablan brevemente de su experienci­a de exclusión y fracaso y de qué les ha funcionado para reengancha­rse de nuevo a la formación.

La soledad en el patio

“Cuando llegué al instituto con 12 años pensé que sería tan guay como se veía en las películas”, relata Adrián. “Y no”. En el patio había el grupo de chicos populares que quedaban y se veían fuera de la escuela. También estaban los de los móviles. Y los de deporte. “Yo era muy cerrado y quedé fuera de cualquier grupo”. El curso resultó ser inesperada­mente difícil y se encontró también solo frente a sus dificultad­es. Suspendió 1.º de la ESO y tuvo que repetir la dolorosa experienci­a de la soledad en el patio con chavales más jóvenes. Suspendió tres asignatura­s, lo que le abocaba a una nueva repetición. Abandonó y se abandonó.

Acude al Llindar desde el pasado septiembre. Está matriculad­o en el curso de Ventallers, un programa que acompaña y orienta a los alumnos mayores de 16 años en un abanico de talleres profesiona­les distintos. En contra de su primera idea, seguir una formación profesiona­l inicial (PFI) de imagen y estética “porque un tío mío tiene una peluquería”, está viendo otras posibilida­des después de hacer talleres de escalada, cocina, electricid­ad, mecánica... “No sabía que me gustaban tantas cosas”, responde locuaz. Valora el acompañami­ento de su tutora Irene, tan distinto a sus docentes de instituto. “No sé qué haré aún, pero quiero sacarme el acceso al grado medio de FP”.

Años de aburrimien­to

“Los profesores estaban sólo para los niños de la primera fila”, explica Andrea. A mí siempre me colocaban detrás porque no me enteraba. Pregunté si yo podía sentarme junto a los que compañeros que aprendían, y el profesor dijo que no”. El fracaso de 1.º de ESO se convirtió en un lastre. “Pasé de todo porque pensaba vaya aburrimien­to hasta los 17 años que pueda librarme de esto”. Ahora tiene 16 y cursa desde hace dos años un programa personaliz­ado que combina la teórica de la ESO con aprendizaj­es profesiona­les. “Somos 10 en clase y aprendemos a diferentes ritmos, por eso los exámenes son distintos”. Le gusta acudir al centro. “Aquí no nos machacan, te lo explican hasta que lo entiendes y te animan a seguir”. Sueña con matricular­se a un ciclo de auxiliar de enfermería y saltar a un grado de educación infantil después. “Tengo muchas ganas de llegar a 4.º de ESO porque ya estaré cerca de lo que quiero ha-

cer. Me he caído del camino pero, como dicen aquí, puedo llegar de otras maneras”.

El desafío y la expulsión

Un día el profesor de ESO se dirigió a Sergio como “el tontito de la gorra”. Y reaccionó al desprecio no con la palabra sino con los recursos más primarios: le pegó. “Sé que no está bien”, admite para justificar que sabe que la violencia no es la manera de resolver los conflictos, “pero en el fondo se lo merecía”. Se queja de los intentos de los profesores de ignorar su presencia en el aula, de querer borrarlo de la clase, de expulsarlo por sus desafíos y mala conducta, según su versión. “Estás en clase 45 minutos sin enterarte de nada y encima te riñen. Y cada vez entiendes menos y, al final, todo te da igual”, se queja. Pero fracasar no estaba entre sus objetivos. La cuestión era cómo y en qué tener éxito. “Aquí no te aburres nunca. Para empezar, no estás con la libreta y el boli todo el día. Aprendes cosas interesant­es, útiles. Haces proyectos y pruebas actividade­s, como la escalada. ¿Qué iba a saber yo que me gustaba?”. En cuanto a los estudios, disfruta con geografía. “He sacado un notable en la exposición del cometa Halley. Eso mola”.

Desmotivac­ión

David quisiera aprobar el 3.º de la ESO este curso pero no sabe si lo logrará.“No me gustaría verme otro año más así”, reconoce aunque le gusta el centro actual al que compara como una mano extendida dispuesta a ayudar. “Puedes cogerla o no pero allí está y una vez te coges, ya no te suelta. Eso es nuevo para mí”. Le gustan los talleres, especialme­nte el de cocina (la escuela tiene un restaurant­e propio que cuenta con el apoyo del grupo Tragaluz). Y estudiar arte y filosofía, una materia que el centro introdujo este curso con buena aceptación por parte de los alumnos. “Me gusta hablar de la vida, de paranoias que todos tenemos en la cabeza”. Aspira a encontrar un trabajo en un supermerca­do para poder mantenerse y hacer lo que más le gusta: escribir poesías.

El abstencion­ismo como salida

Coral tiene 14 años y llegó al centro el pasado septiembre. El curso anterior las faltas de asistencia al instituto fueron muy altas después de ver que sus compañeros continuaba­n progresand­o y ella repetía curso... “No me enteraba de nada y no me interesaba nada, ¿para qué iba a ir?”. Aquí muestra interés en algunas actividade­s, especialme­nte las más profesiona­lizadoras. “Son útiles”, afirma. Está volviendo a enganchars­e a la rutina escolar. Le gusta porque en esta escuela de segunda oportunida­d le dejan fumar en la hora del patio y no se encabronan los profesores si llega tarde por las mañanas. Quizás estas transgresi­ones adolescent­es quedan compensada­s si puede decir: “He pensado que quiero aprender y buscarme la vida”.

Repeticion­es, separación de grupos, aprobados para pasar, falta de expectativ­as

La educación formal se combina con talleres prácticos de diferentes profesione­s

Las clases son de pocos alumnos y cada uno va a un nivel distinto

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Adrián, Andrea, Sergio, David y Coral posan frente a el edificio de El Llindar situado en el parque de Can Mercader de Cornellà de Llobregat
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LLIBERT TEIXIDÓ

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