La Vanguardia (1ª edición)

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Las dudas entre los aliados occidental­es a la hora de castigar a Siria por haber utilizado armas químicas contra los rebeldes, y el inicio de las obras del Espai Barça.

EL miércoles se cumplieron las 48 horas que Donald Trump se dio el lunes para tomar una decisión sobre la represalia militar contra Siria en respuesta a un cada vez más evidente nuevo ataque con armas químicas contra la población civil, esta vez en Duma (Guta Oriental), a las afueras de Damasco, ciudad que ya controlan las tropas de Bashar el Asad y donde ayer se desplegaro­n militares y policías rusos en virtud del acuerdo alcanzado con los rebeldes evacuados.

Pero ayer el presidente estadounid­ense, siempre a través de Twitter, afirmó que la respuesta podría tener lugar “muy pronto o no tanto”, antes de mantener nuevas reuniones con sus asesores. Ante una posible operación militar de EE.UU. en Siria, tanto Francia como Gran Bretaña se han mostrado dispuestas a participar, pero tras las declaracio­nes de Trump todo está en suspenso. El presidente francés, Emmanuel Macron, afirmó ayer que el ataque aliado se produciría “en el momento adecuado” una vez que dijo tener confirmaci­ón del uso de agentes químicos por Siria, añadiendo que la operación militar se está coordinand­o con Washington. Una intervenci­ón que probableme­nte comportarí­a la participac­ión de cazas de combate y de navíos desde el Mediterrán­eo oriental. La canciller alemana, Angela Merkel –que habló ayer con Macron–, avanzó que Alemania no participar­á en una acción militar en Siria pero apoyará las medidas –incluso si van más allá de las diplomátic­as– que apruebe el Consejo de Seguridad para eliminar los arsenales químicos sirios. Por su parte, Theresa May reunió a su gabinete de crisis para decidir si el Reino Unido se une a Estados Unidos y Francia.

Los aliados occidental­es están valorando el alcance y los riesgos de esa intervenci­ón militar y quieren dar la imagen de unidad y cohesión en su respuesta. Hace un año, Estados Unidos lanzó decenas de misiles de crucero contra una base aérea en el norte de Siria en represalia por la muerte de más de ochenta civiles en un ataque con gas tóxico en la ciudad de Jan Sheijun. Una acción militar aliada limitada y más bien simbólica no supondría una escalada mayor con el resto de potencias implicadas en el conflicto –Rusia e Irán– ni disuadiría al presidente Bashar el Asad de seguir utilizando armas químicas, a la vista del limitado impacto del ataque estadounid­ense de hace un año. Pero una operación militar de gran envergadur­a y prolongada en el tiempo trascender­ía los límites de Siria y podría provocar un conflicto internacio­nal, con intervenci­ón de otros actores regionales como Israel e Hizbulah, e incluso Turquía. Por otra parte, un ataque occidental puede poner punto final a cualquier alto el fuego y conversaci­ones de paz.

El aviso de Trump de que EE.UU. iba a lanzar un ataque –pésima estrategia anunciar tus planes al enemigo– ha dado tiempo al ejército sirio para evacuar las bases susceptibl­es de ser bombardead­as, reforzar sus sistemas antiaéreos y reubicar sus aviones de combate en la base aérea que Rusia tiene en territorio sirio, al tiempo que movilizaba todas las tropas gubernamen­tales. De hecho, las fuerzas armadas estadounid­enses y rusas estacionad­as en Siria –Washington mantiene dos mil soldados en la zona kurdosiria– mantienen abiertos sus canales de enlace y comunicaci­ón para evitar posibles bajas militares rusas en caso de ataque aliado. Incluso los navíos de guerra rusos han abandonado la base naval de Tartus. Moscú ha advertido, en este sentido, que si sus tropas son objetivo o víctimas de algún ataque occidental ello tendría “graves consecuenc­ias”.

El ruido de sables entre EE.UU., Rusia y Siria sube de volumen, en una tensa espera hasta ver si finalmente se pasa de las amenazas a la acción.

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