Definiendo el terrorismo
Se discute estos días acerca de lo que debe ser considerado terrorismo. No se discute sobre si ciertas actuaciones son o no legales, sino si merecen calificarse así, y abundan afirmaciones inspiradas en criterios valorativos o sociales, olvidando que, además, el de terrorismo es un concepto jurídico, derivado de disposiciones supranacionales e internas. La UE produjo la esencial decisión marco de 13/VI/2002 que definía jurídicamente el terrorismo, de modo vinculante para los estados miembros, poniendo como eje la “finalidad” terrorista con que se cometía una lista de delitos. Le siguieron otras (2004, 2008), hasta llegar a la 2017/541, que modifica y amplía la del 2002, básicamente a causa del terrorismo yihadista.
En las legislaciones penales europeas se suele incluir una definición del terrorismo en el Código Penal, atendiendo a criterios objetivos y subjetivos. El Código Penal español se ha ido adaptando a las directivas, hasta llegar a la reforma del 2015, con la que se fue más allá de lo que estas señalaban.
Por su parte, la doctrina y la jurisprudencia españolas han sostenido una idea del terrorismo basada en un doble criterio: el propósito de producir terror para subvertir con medios violentos el orden político, y la presencia de un grupo lo bastante amplio y organizado y permanente que actúa de acuerdo con esos objetivos y con una organización jerárquica, y que además posee una significativa cantidad de armas y explosivos. Consideración separada tiene el “ser terrorista”, que es la pertenencia a banda armada.
La ley española añadió, en el 2010, el llamado terrorismo “de baja intensidad”, en el que no se precisa vinculación a banda alguna, pero sí la realización de actos violentos orientados a atemorizar a los ciudadanos para subvertir el orden constitucional. La imprecisión, por un lado, y la superposición a otras normas preexistentes son censurables. Tal vez se explicaba por el propósito de elevar a terrorismo la llamada kale borroka y, además, atribuir la competencia a la Audiencia Nacional.
Cuando en el 2015 se modifica el código español, se va más allá de las directivas. Por una parte, se diluye el protagonismo necesario de la “organización terrorista”; por otra, se relaja la importancia imprescindible de la “finalidad terrorista” que para el artículo 1 de la decisión del 2002 era la intención de destruir el sistema político, y que en nuestro sistema se ensanchó hasta incluir el fin de “alterar la paz pública”, o el propósito de obligar a los poderes públicos a realizar un acto o abstenerse de hacerlo, actos que ya estaban suficientemente castigados a través de otras figuras, especialmente las de desórdenes públicos.
La conclusión de todo es clara: nuestro derecho ha ido más allá de lo que imponía el cumplimiento de las obligaciones comunitarias, ampliando en exceso el círculo de conductas que pueden considerarse terroristas. Pero, pese a todo, la interpretación de la ley no puede llegar al extremo de desnaturalizar el terrorismo y confundir el espacio de cada norma, y eso puede suceder cuando se banaliza lo que es un acto terrorista, olvidando las finalidades esenciales que ha de tener, y cuando, correlativamente, se deja en la penumbra de un totum revolutum la función que corresponde a otros delitos contra la Constitución o el orden público.
España ha ido más allá de lo impuesto por la UE, ampliando en exceso las conductas que pueden considerarse terroristas