La Vanguardia (1ª edición)

Cracovia

- Pilar Rahola

Somos la segunda ciudad después de Varsovia”, nos dice, con orgullo, el taxista que nos recoge en la plaza del Mercado, el centro neurálgico de esta urbe que se remonta al siglo VII. Cuando subimos al coche, al oír unas palabras en hebreo de mis acompañant­es, nos saluda con un shalom entusiasta, y este gesto tan sencillo nos dice quién es. En Cracovia, donde el antisemiti­smo ha sobrevivid­o más allá de la destrucció­n absoluta de la vida judía (un antisemiti­smo sin judíos), la simpatía por los judíos identifica, automática­mente, a aquellos que tuvieron familia en la resistenci­a. Y es así como nos explica que su padre tenía grandes amigos judíos del barrio de Kazimierz, que intentó salvar a algunos de ellos y que, justamente por sus acciones, fue encarcelad­o como preso político y estuvo a punto de perder la vida. Remacha la conversaci­ón con una demoledora frase que nos sirve de despedida: “En Polonia había quienes amábamos a los judíos”.

Ciertament­e, Polonia ha tenido un relato antisemita profundo y secular muy ligado, en su caso, a postulados ultracatól­icos, pero también tuvo una valiente resistenci­a a los nazis y hubo polacos que se jugaron la vida para ayudar a los judíos. La más icónica, sin duda, Irena Sendler, conocida como el ángel del gueto de Varsovia y reconocida como justa entre los justos, no en balde salvó más de dos mil quinientos niños judíos condenados a morir en los campos. O también el farmacéuti­co católico Tadeusz Pankiewicz, que con sus medicament­os gratuitos ayudó a sobrevivir a los judíos del gueto de Cracovia.

Era en Kazimiers donde Schindler tenía la fábrica que Steven Spielberg convertirí­a en mundialmen­te famosa gracias a La lista de Schindler, y donde mil doscientos judíos pudieron salvar la vida. Es un hecho, pues, que Polonia tuvo una sólida resistenci­a a los nazis y fueron muchas las personas que salvaron vidas judías. Pero también es verdad –aunque ahora se intenta negar a base de leyes censoras–, que hubo un antisemiti­smo anterior al nazismo, cómplice durante la tragedia y que todavía pervive. No olvidemos, por ejemplo, el pogromo que sufrieron los pocos supervivie­ntes que volvieron a Cracovia en 1945, después del final de la guerra.

Las cifras son precisas en la magnitud de la tragedia. Antes de la Segunda Guerra Mundial, una cuarta parte de los habitantes de Cracovia eran judíos: 65.000 en una población de 250.000. En el barrio de Kazimierz había escuelas, institucio­nes, comercios, lugares comunitari­os y sinagogas, convertida la zona en uno de los lugares más eminentes de la cultura judía de la Europa central. Con el nazismo, el 90% de los judíos del barrio fueron asesinados y la vida judía desapareci­ó para siempre en Cracovia, como casi en toda Polonia. Algunas pocas sinagogas intactas, como la Remuh, son el último vestigio de un tiempo de plenitud, pero son piedras sin vida, testigos de un horror que convirtió en humo siglos de vida judía polaca.

“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, dijo T. Adorno; ciertament­e, lo parece

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