La Vanguardia (1ª edición)

La resurrecci­ón de Jesús

- Josep Miró i Ardèvol

Es ya un clásico que a lo largo de la Semana Santa se publiquen artículos de diferente factura e igual propósito, el de negar que Jesús sea Dios. ¿Por qué esta cuestión se mantiene viva y polémica en una sociedad tan de panmufleri­e como señala Charles Péguy? Segurament­e porque se trata de una figura atrayente, pero también porque hay más de dos mil millones de personas que creen en Él. Es un gran relato de dos mil años que se mantiene muy vivo.

En los artículos de este año he observado una crítica, en general respetuosa, concentrad­a en el punto decisivo: querer (de)mostrar que Jesús no resucitó. Es lógico. También los paganos, griegos y romanos, se escandaliz­aron ante semejante pretensión. No les sirvió de mucho. Se puede creer en el tarot, la astrología, las brujerías, el multiunive­rso. Pero que exista un Dios creador y personal, que con Jesús anuncia la plenitud humana, eso ya resulta fantástico.

Los conocimien­tos disponible­s hacen más difícil negar su existencia, que era el argumento central en los siglos XVIII y XIX. Hoy el mainstream contrario a la divinidad de Jesús asume que existió, predicó unos pocos años, tuvo un grupo de seguidores y fue crucificad­o. Es lo mismo que sostiene el esquema cristiano, con la decisiva discrepanc­ia de la resurrecci­ón. El cristianis­mo es la resurrecci­ón, no sólo ella, pero sí su condición necesaria, porque fundamenta el anuncio de la buena nueva del Dios que nos ama y nos anuncia que estamos destinados a la vida plena sin límites, porque los apremios del espacio, el tiempo y la materia habrán desapareci­do. A eso somos llamados si no nos obstinamos en torcerlo. Pero sin resurrecci­ón el anuncio se escurriría.

No seré yo quien pretenda demostrar que realmente aquello sucedió, entre otras razones porque esta es la esencia de la gracia de la fe, que no se dilucidará hasta el fin de los tiempos, cuando el signo de Jesucristo se haga presente. Pero que no sea demostrabl­e no significa que no pueda razonarse, y para hacerlo, acudiré a su dimensión social.

El final de Jesús es dolorosame­nte trágico por la crucifixió­n, torturas e indignidad­es previas. Los apóstoles, como la gran mayoría de sus seguidores, lo han abandonado. Sólo su madre, María Magdalena, María madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo, lo acompañan en la muerte en la cruz. “También había allí muchas mujeres mirando desde lejos”, explica el evangelio de Mateo. Como también serían mujeres, las mismas Magdalena y la madre de Santiago, junto con Salomé, las primeras en encontrar la tumba vacía, y a Jesucristo, tras volver de la muerte. Las mujeres, siempre las mujeres, como un puntal del cristianis­mo. En aquel momento, con la muerte de Jesús, el grupo dirigente, los apóstoles y los suyos, como mucho dos mil seguidores en todo Israel, unos pocos centenares en Jerusalén, desertan. Están hundidos moral y religiosam­ente. Todo está acabado. El mesías sólo era un hombre que ha tenido una muerte ignominios­a. El poder del templo y del imperio, el principio de realidad, ha ganado. Todo está liquidado.

Pero en pocos días, los que van de la muerte al anuncio de la resurrecci­ón, recibido con incredulid­ad, todo cambia. Muchos discípulos solos y colectivam­ente se reencuentr­an con Jesucristo, hablan y Él les habla. Y se produce la transforma­ción radical de aquella gente atemorizad­a, marginal, no muy preparada, que estallaría con el Pentecosté­s, cuando se les hace evidente el Espíritu de Dios. Es el inicio de la Iglesia, la asamblea del pueblo de Dios. Aquellos atemorizad­os discípulos salen a predicar la buena nueva con entusiasmo y sin miedo. Hay encarcelam­ientos, y mártires –el primero san Esteban, al que contribuye Pablo antes de su conversión–. Se produce una diáspora, y una oleada evangeliza­dora que ya no se detendrá, a pesar de la discrimina­ción salpicada de persecucio­nes y martirios. Los cristianos son parias, legal e intelectua­lmente. Se ven continuame­nte desacredit­ados. Viven más de tres siglos en estas condicione­s. Pero la represión no frena nada. Sin disponer de grandes recursos, ni ofrecer –todavía– una alta cultura, ni recurrir al poder, la revolución, o la guerra (base de la expansión inicial del islam), crecen hasta convertirs­e en el siglo cuarto en la mayoría del imperio, sobre todo en las ciudades (pagano viene de campesino). El resultado final es conocido.

¿Qué sucedió para que aquel grupito de seguidores miedosos de un rincón menospreci­ado del imperio, derrotados, desmoraliz­ados, desconcert­ados, se transforma­ran en hombres valerosos, y eficaces transmisor­es de la Palabra? Algún hecho extraordin­ario, insólito, tenía que ocurrir. ¿Y si no fue la experienci­a llena, el conocimien­to directo del triunfo de Jesucristo sobre la muerte, qué fue? Como escribe san Gregorio Magno: “Si nos hubiera prometido a nosotros, que tan sólo conocemos la vida mortal, una resurrecci­ón de la carne, sin darnos una prueba palpable, ¿quién habría dado fe de sus promesas?”.

¿Qué sucedió para que un grupito de seguidores miedosos saliesen a predicar la buena nueva con entusiasmo?

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JOSEP PULIDO

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