La resurrección de Jesús
Es ya un clásico que a lo largo de la Semana Santa se publiquen artículos de diferente factura e igual propósito, el de negar que Jesús sea Dios. ¿Por qué esta cuestión se mantiene viva y polémica en una sociedad tan de panmuflerie como señala Charles Péguy? Seguramente porque se trata de una figura atrayente, pero también porque hay más de dos mil millones de personas que creen en Él. Es un gran relato de dos mil años que se mantiene muy vivo.
En los artículos de este año he observado una crítica, en general respetuosa, concentrada en el punto decisivo: querer (de)mostrar que Jesús no resucitó. Es lógico. También los paganos, griegos y romanos, se escandalizaron ante semejante pretensión. No les sirvió de mucho. Se puede creer en el tarot, la astrología, las brujerías, el multiuniverso. Pero que exista un Dios creador y personal, que con Jesús anuncia la plenitud humana, eso ya resulta fantástico.
Los conocimientos disponibles hacen más difícil negar su existencia, que era el argumento central en los siglos XVIII y XIX. Hoy el mainstream contrario a la divinidad de Jesús asume que existió, predicó unos pocos años, tuvo un grupo de seguidores y fue crucificado. Es lo mismo que sostiene el esquema cristiano, con la decisiva discrepancia de la resurrección. El cristianismo es la resurrección, no sólo ella, pero sí su condición necesaria, porque fundamenta el anuncio de la buena nueva del Dios que nos ama y nos anuncia que estamos destinados a la vida plena sin límites, porque los apremios del espacio, el tiempo y la materia habrán desaparecido. A eso somos llamados si no nos obstinamos en torcerlo. Pero sin resurrección el anuncio se escurriría.
No seré yo quien pretenda demostrar que realmente aquello sucedió, entre otras razones porque esta es la esencia de la gracia de la fe, que no se dilucidará hasta el fin de los tiempos, cuando el signo de Jesucristo se haga presente. Pero que no sea demostrable no significa que no pueda razonarse, y para hacerlo, acudiré a su dimensión social.
El final de Jesús es dolorosamente trágico por la crucifixión, torturas e indignidades previas. Los apóstoles, como la gran mayoría de sus seguidores, lo han abandonado. Sólo su madre, María Magdalena, María madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo, lo acompañan en la muerte en la cruz. “También había allí muchas mujeres mirando desde lejos”, explica el evangelio de Mateo. Como también serían mujeres, las mismas Magdalena y la madre de Santiago, junto con Salomé, las primeras en encontrar la tumba vacía, y a Jesucristo, tras volver de la muerte. Las mujeres, siempre las mujeres, como un puntal del cristianismo. En aquel momento, con la muerte de Jesús, el grupo dirigente, los apóstoles y los suyos, como mucho dos mil seguidores en todo Israel, unos pocos centenares en Jerusalén, desertan. Están hundidos moral y religiosamente. Todo está acabado. El mesías sólo era un hombre que ha tenido una muerte ignominiosa. El poder del templo y del imperio, el principio de realidad, ha ganado. Todo está liquidado.
Pero en pocos días, los que van de la muerte al anuncio de la resurrección, recibido con incredulidad, todo cambia. Muchos discípulos solos y colectivamente se reencuentran con Jesucristo, hablan y Él les habla. Y se produce la transformación radical de aquella gente atemorizada, marginal, no muy preparada, que estallaría con el Pentecostés, cuando se les hace evidente el Espíritu de Dios. Es el inicio de la Iglesia, la asamblea del pueblo de Dios. Aquellos atemorizados discípulos salen a predicar la buena nueva con entusiasmo y sin miedo. Hay encarcelamientos, y mártires –el primero san Esteban, al que contribuye Pablo antes de su conversión–. Se produce una diáspora, y una oleada evangelizadora que ya no se detendrá, a pesar de la discriminación salpicada de persecuciones y martirios. Los cristianos son parias, legal e intelectualmente. Se ven continuamente desacreditados. Viven más de tres siglos en estas condiciones. Pero la represión no frena nada. Sin disponer de grandes recursos, ni ofrecer –todavía– una alta cultura, ni recurrir al poder, la revolución, o la guerra (base de la expansión inicial del islam), crecen hasta convertirse en el siglo cuarto en la mayoría del imperio, sobre todo en las ciudades (pagano viene de campesino). El resultado final es conocido.
¿Qué sucedió para que aquel grupito de seguidores miedosos de un rincón menospreciado del imperio, derrotados, desmoralizados, desconcertados, se transformaran en hombres valerosos, y eficaces transmisores de la Palabra? Algún hecho extraordinario, insólito, tenía que ocurrir. ¿Y si no fue la experiencia llena, el conocimiento directo del triunfo de Jesucristo sobre la muerte, qué fue? Como escribe san Gregorio Magno: “Si nos hubiera prometido a nosotros, que tan sólo conocemos la vida mortal, una resurrección de la carne, sin darnos una prueba palpable, ¿quién habría dado fe de sus promesas?”.
¿Qué sucedió para que un grupito de seguidores miedosos saliesen a predicar la buena nueva con entusiasmo?