La Vanguardia (1ª edición)

“Nací para bailar”

La Chana apasiona en su regreso a Nueva York actuando sentada

- Francesc Peirón Nueva York

Tiene su cosa que La Chana, bailando sentada en una silla –¡dios, qué ritmo!, ese Dios con el que ella bendice a la concurrenc­ia–, sea capaz de poner en pie a un público apasionado, exultante. “We love you”, le gritan. “No estoy tan guapa, ni tan joven, pero estoy aquí en New York, New York”, dice desde el entarimado de un abarrotado –todo el papel vendido– Merkin Concert Hall, ubicado en el entorno del complejo cultural de Lincoln Center de Manhattan. Tremenda ovación. Su actuación es la guinda del pastel. Hace un par de minutos que ha concluido el estreno en esta ciudad del multipremi­ado documental La Chana (2016), dirigido por la croata Lucija Stojevic, y que ha conmovido. La inspiració­n a la cineasta le llegó de Beatriz del Pozo, que conoció a la protagonis­ta como alumna, con la que trabó amistad profunda y que ha publicado una biografía: La Chana, bailaora. (Capitán Swing Libros). Es la historia de una mujer que disfrutó el cielo del escenario y padeció el infierno del maltrato doméstico, “del padre de mi hija”, quien las abandonó en la miseria. Ella se rehizo.

En su aparición real, en vivo y en directo, le acompaña, como su lazarillo, su ángel particular, Ángel Gil Orrios, director del Thalia Spanish Theater (con sede en el distrito de Queens), el amigo y productor que lleva casi 30 años empeñado en lograr este hito.

Estuvo en la Gran Manzana en 1990, con el cuadro Cumbre Flamenca, cuando taconeaba por el parquet a la velocidad de lo imposible. The New York Times la puso por las nubes en su reseña.

Gil ayuda a sentarse a esta leyenda que acaba de recibir el premio Nacional de Cultura Gitana del Ministerio de Cultura y que la coloca en la lista junto a Camarón de la Isla o Paco de Lucía.

Al salir de foco su ángel, aún es Antonia Santiago Amador, de 71 años, nacida en Barcelona, criada en el barrio de la Torrassa (L’Hospitalet) y vecina de Dosrius. Entran el cantaor Diego Amador y su hijo, el percusioni­sta Diego Amador jr., y esa mujer se transforma. Ya es aquella furia de los tablaos que se fogueó en Los Tarantos, en la plaza Reial de la capital catalana. “De Los Tarantos recuerdo mucho a Peter Sellers (el actor la puso en la película The Bobo, 1967) y a Salvador Dalí. De Dalí no me acuerdo con gusto, sino con miedo”, rememora al final del espectácul­o, en los camerinos. El pintor se le presentaba día sí día no con dos ocelotes (cachorros) que le enseñaban los dientes. “Le decía al dueño, si viene, no bailo”, explica.

Delante del público y ya como La Chana se confiesa. “Voy a hacer una improvisac­ión, pero es de verdad. Ellos (los Amador) están nerviosos, no saben qué saldrá, pero yo tampoco lo sé”. Se arranca con un taconeo y al escuchar al cantaor, incluso se pone en pie, desafiando a sus maltrechas rodillas, para deleite de los presentes.

“Al arrancarse el muchacho cantando me he levantado, he pensado, ¡ay, si pudiera, te ibas a enterar!”, bromea luego.

Su primer número se cierra con el broche de un silencio que tiene un efecto tan impactante como su golpeteo. Soló se escucha su respiració­n. Nada más, hasta que exclama: “¡Viva mi raza!”. La apoteosis. Hay unas bulerías que “salen del corazón” y una despedida que provoca que los espectador­es salten de sus butacas. Incluso se va danzando en pie. Eso sí, sin taconear porque no puede. Sin embargo, ya fuera, remarca: “Nací para bailar”. Félix Comas, segundo marido, el hombre bueno y tranquilo, asiente con la cabeza.

Después de un taconeo, La Chana pone a la sala en silencio, que rompe con un “viva mi raza”

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ALBA VIGARAY / EFE La artista, anteanoche en el Merkin Concert Hall de Nueva York
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