La Vanguardia (1ª edición)

Màxim Culé, devastado

- José María Brunet

Mi buen amigo Màxim Culé lleva dos días fuera de sí. La derrota del Barça en Roma, tan vergonzant­e, ya le dejó al borde del KO. Pero peor fue lo del día siguiente. El penalti a Lucas Vázquez, si es que lo fue, le sumió en un profundo estado de confusión, que evoluciona a rachas, oscilante, en arrollador zig-zag. En estos casos, debería existir un sistema público de atención psicológic­a urgente para desesperad­os.

Màxim Culé es ahora un ser devastado, al que le costará superar la traumática experienci­a vivida durante el partido del pasado martes. Está tomando decisiones absurdas, propias de su desconcier­to. Lo demuestran algunos datos de conducta con innegable trascenden­cia clínica, propios del pensamient­o circular y el síndrome obsesivo.

Baste decir que lo primero que hizo esa noche fue arrancar las páginas dedicadas a Roma en los folletos de su agencia de viajes y arrojar por la ventana el CD con los pasajes más célebres de Pavarotti. Pero me preocupa más lo que pasó al día siguiente. Tras el penalti transforma­do por Cristiano Ronaldo y su paseo torácico por el Bernabeu, Màxim Culé ha caído en un estado cataléptic­o, similar al que sufrieron los científico­s atacados en Las siete bolas de cristal, una de las más celebradas aventuras de Tintín.

Cada vez que despierta o parece volver en sí, masculla expresione­s apenas comprensib­les. “Resistirem­os”, dice unas veces. “Hay que cortar cabezas”, grita en otras. Y luego vuelve a caer en ese aletargami­ento próximo a la inconscien­cia, un extraño sopor en el que nada oye y nada siente.

La verdad es que le comprendo. Ni el mejor experto en cine de suspense habría podido imaginar unos cuartos de final de la Champions tan repletos de

Màxim ve al árbitro en la ducha del vestuario, mientras el cuchillo de Buffon se sombrea en la cortina

escenas de máxima tensión. Si el maestro Hitchcock levantara la cabeza, se volvería ahora vicioso del fútbol, y sorprender­ía a todos queriendo hacer una chilena o perseguir al árbitro hasta la ducha del vestuario, mientras el cuchillo amenazante de Buffon se sombrea en la cortina de baño. Màxim lo ha soñado. Y también que Mateu Lahoz intenta detener a Guardiola en una neblinosa calle de Manchester.

La locura, ha sido la locura. Desde que el fútbol empezó a practicars­e entre el Altamira FC y el Deportivo Atapuerca no se había visto cosa igual. Y se ha demostrado, una vez más, que la justicia no existe en el deporte, como muchas veces no existe en ninguna otra faceta de la vida. Que el Barça de un desorienta­do Messi cayera en Roma, a modo de falso gladiador, reventado sin luchar, y que un día después el increíble Hulk se paseara por el Bernabeu en tensión muscular completa, para celebrar un gol injusto, un regalo del cielo tan salvador como inmerecido, será siempre para Màxim una afrenta y un agravio histórico. Uno más.

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