Del queso y la ingobernabilidad

COMO recordaba Eusebio Val en este diario, Charles de Gaulle proclamó un día ante la Asamblea Nacional que “un país que produce 365 variedades de queso es ingobernable”. Wikipedia asegura que la cita exacta hablaba de 246 clases, pero da lo mismo: son muchos. Lo que pretendía reflejar el presidente de la República Francesa es que no puede ser que una nación tenga casi tantas opiniones distintas como variedades de queso. Cuando la pronunció, el queso en España no había sido ennoblecido en la mesa ni en los certámenes gastronómicos. Josep Pla se quejaba de que en su infancia le daban un mendrugo de pan y un trozo queso como merienda, como una humilde manera de apaciguar el hambre. Pero en nuestros días el queso se ha ennoblecido. Sólo en Catalunya, hay casi tantas variedades como en Francia: 250 ha acreditado la Associació Catalana d’Elaboradors de Formatge Artesà. En el 2017 se dio el galardón al mejor queso a un Reixagó, toda una novedad que no tiene nada que envidiar a un buen parmesano. Puede que nuestros problemas, como los de Francia a finales de los sesenta, tengan que ver con lo difícil que es ponerse de acuerdo en un país de tantas sensibilidades. Ideológicas y queseras.

Ciertamente, en Francia el queso no falta en ninguna mesa, ya sea en una granja de las Landas o en un tres estrellas de París. Es como el tercer acto de una buena comida. Durante la I Guerra Mundial, los productores de camembert lo enviaban, gratis, a los soldados en las trincheras, incluyendo en las cajas mensajes patrióticos. Catalunya es una tierra variada como pocas, donde se elabora un queso benedictino como el mató y otro queso telúrico como el tupí. Seguramente, un país tan dividido como el nuestro necesite del queso como factor de estabilidad. Chesterton decía que los poetas han guardado un misterioso silencio sobre el queso. A lo mejor, los políticos, a fuerza de consumirlo, aprenderían a escuchar y a callar, el principio de todo acuerdo.