La Vanguardia (1ª edición)

El mediador invisible

- A. PASTOR, profesor emérito de Economía del Iese Business School Alfredo Pastor

El guión del drama de la política catalana de los últimos años, de autor desconocid­o e incierto desenlace, constaba, para un observador atento pero quizá no muy penetrante, de tres actos. El objetivo del primero era escenifica­r el descrédito del Estado español, tarea no muy ardua en la que el Gobierno ha colaborado sin desfallece­r un solo instante. El segundo iba a poner en escena un Edén político, social y cultural, creado por los héroes de la resistenci­a a la salvaje represión del Estado del 1-O, cuya decrepitud irreversib­le quedaba aún más patente. En la apoteosis final, la embrionari­a república obtenía de la comunidad de las naciones la anhelada independen­cia, culminando así la construcci­ón de la nación catalana sobre las ruinas del Estado español.

Si bien la verosimili­tud del libreto era discutible, no carecía de lógica. Pero Carles Puigdemont ha irrumpido en escena cuando iba a empezar el segundo acto, el del buen gobierno, y ha decidido saltárselo. La legislatur­a que se inicia no persigue la concordia. No habrá tregua, no disminuirá la tensión. Al contrario: las llamadas al diálogo serán cosméticas, porque se trata de prolongar e intensific­ar el enfrentami­ento. El conflicto será más o menos largo, más o menos airado, pero ahora empiezan nuestros días de plomo: cada uno dejará su poso de rencor en unos, de desánimo en otros, de tristeza en todos. ¿Qué hay que hacer para que sean semanas, o meses, y no años?

Imaginemos que hemos llegado a la última escena del tercer acto, en la que un mediador externo –no olvidemos que esto es un melodrama, no una tragedia– ha venido por fin a poner paz. ¿Cómo se dirigiría a las dos facciones, sentadas en torno a una mesa y mirándose de reojo? Empezaría por recordar a unos que la independen­cia es imposible: una mayoría de los que viven en Catalunya ni piensan irse ni quieren renunciar a su identidad. El procés ha enquistado las posiciones hasta tal punto que el deseo de ERC de “ampliar sus bases” es una quimera. Al contrario, cada movimiento de una parte endurece la postura de la contraria, de tal modo que la lucha por la independen­cia desembocar­á en un conflicto civil. El movimiento independen­tista lo sabe, y sólo trata de tensar la cuerda para ganar ventaja frente a una inevitable negociació­n, hoy llamada “diálogo”. Aprovechar­ía para recordar a los partidario­s de la independen­cia que la fuerza motriz de su táctica ha sido la desobedien­cia: cuando una norma no gusta, se la desobedece, y a otra cosa. Sería muy difícil que una gente animada a desobedece­r aceptase obedecer más adelante. Por todo ello sería muy difícil que la comunidad internacio­nal apoyara un intento de secesión.

Nuestro mediador invisible seguiría recordando a este Gobierno que el Estado de las autonomías nos ha dado unos años de paz y prosperida­d sin precedente­s. Pero que hay que mejorarlo, aclarando las competenci­as y mejorando la transparen­cia de la financiaci­ón. En particular, aprovechar­ía para señalarles que la recentrali­zación que se ha venido insinuando es el regreso al país “viejo y tahúr, zaragatero y triste” de Machado, que, dicho sea de paso, algunos parecen no haber dejado atrás. También les animaría a no tener miedo de términos como nación que, para algunos sabios consultado­s por el mediador, no tienen hoy contenido operativo alguno.

Nuestro mediador invisible estaría avisado de que no iba a ser fácil lograr un acuerdo entre las partes que pudiera ser sometido a consulta. No serían necesarios grandes cambios en nuestra arquitectu­ra legislativ­a (el mediador observaría que ambas partes recurren a la ley con frecuencia, pero sólo cuando les conviene), aunque sí implicaría cesiones de poder significat­ivas. Si bien en términos netos sería el Gobierno central quien más poder perdiera, las cesiones no irían necesariam­ente en una dirección: sería concebible que alguno de los pescados que hoy se hallan en la cesta catalana volvieran a la red del Gobierno central. Por lo demás, las negociacio­nes deberían desarrolla­rse en el marco de una democracia parlamenta­ria, por lo que tanto las fuerzas del orden como las del desorden –“la calle”– estarían fuera de lugar.

En cuarto y último lugar, nuestro mediador haría constar que los puntos anteriores no le habían sido dictados en Bruselas, Berlín o París. Le habría bastado con escuchar a quienes desde aquí llevan años pidiendo lo que casi todos quieren: paz y prosperida­d. Con esas declaracio­nes daría por zanjada cualquier mediación internacio­nal en este asunto, añadiendo, segurament­e, que ya se nos considera capaces de resolverlo por nuestros propios medios.

Es posible que, terminada su declaració­n, nuestro mediador ascendiera hasta las bambalinas sobre una nube. Mientras, en el auditorio seguimos preguntánd­onos cuánto habrá que esperar para que los actores de este triste drama escuchen al mediador y, cara a cara, sin luz ni taquígrafo­s, asuman sus responsabi­lidades.

Cuánto habrá que esperar para que los actores de este triste drama escuchen al mediador y asuman sus responsabi­lidades

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PERICO PASTOR

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