La contracultura
Aunque con algunos años de retraso, formé parte de la generación de jóvenes influida por la contracultura americana y el Mayo del 68. Más allá de las organizaciones combatientes contra la dictadura, que a principios de los años setenta aquí eran más bien minoritarias, el grueso de la población callaba y otorgaba, atenazada por el miedo incrustado por el franquismo en el disco duro cerebral. En este marco floreció una juventud contestataria dispuesta a plantar cara y a apostar por un cambio de costumbres.
Aquellos días, además de escuchar la música ligada a la contracultura americana, la marihuana y el LSD, muchos de nosotros leímos libros de Hermann Hesse –sobre todo Siddharta– o de Carlos Castaneda; pero también libros, diarios y revistas que hablaban del anarquismo y del Mayo Francés. E hicimos viajes iniciáticos a Eivissa, Holanda, India, Nepal o Marruecos.
Aquella generación no era uniforme ni contracultural en el sentido monolítico que se daba al movimiento de rechazo a los valores sociales y a la manera de entender la vida en Estados Unidos. De hecho, la contracultura americana, impulsada en parte por los escritores de la generación beat y por los primeros hippies, nació en un contexto muy particular asociado a la guerra de Vietnam; mientras que, aquí, la situación político-social y las costumbres eran muy diferentes; pero teníamos en común una especial veneración por el precepto del amor libre y una clara voluntad de emanciparnos y romper con la estructura de la familia tradicional.
Muchos jóvenes no adscritos a ningún partido compartíamos una evidente oposición al franquismo y al sistema de vida vigente con otros de pertenecientes a organizaciones democráticas estructuradas y disciplinadas. Con más rauxa o más seny, todos éramos contestatarios: unos anárquicos y antiautoritarios, y otros más ligados a la ortodoxia de sus organizaciones; pero todos teníamos el empuje de quien quiere saltar barreras cuando se le coarta la libertad de expresarse y actuar sin trabas.
Unos y otros recibimos una baño de música psicodélica y apostamos por la libertad sexual y la contestación espontánea promovida por los jóvenes rebeldes norteamericanos; pero también digerimos y asimilamos los coletazos tardíos de la revuelta del Mayo Francés, peregrinamos a los míticos festivales de música de Granollers y de Canet de Mar, hicimos revistas, grupos de música y de teatro, y abrazamos la bandera del humor.
Con el paso de los años, algunos se decantaron hacia el budismo; otros ingresaron en comunidades gnósticas; o se apuntaron al movimiento libertario. Unos cuantos se quedaron por el camino, destrozados por el embate de la heroína. Y unos de más allá normalizaron su vida, se casaron, montaron un negocio y aparcaron sus ideales de juventud. O se dedicaron a la política (a la izquierda y a la derecha).
Muchos jóvenes también digerimos los coletazos tardíos de la revuelta del Mayo del 68