La Vanguardia (1ª edición)

La contracult­ura

- Toni Coromina

Aunque con algunos años de retraso, formé parte de la generación de jóvenes influida por la contracult­ura americana y el Mayo del 68. Más allá de las organizaci­ones combatient­es contra la dictadura, que a principios de los años setenta aquí eran más bien minoritari­as, el grueso de la población callaba y otorgaba, atenazada por el miedo incrustado por el franquismo en el disco duro cerebral. En este marco floreció una juventud contestata­ria dispuesta a plantar cara y a apostar por un cambio de costumbres.

Aquellos días, además de escuchar la música ligada a la contracult­ura americana, la marihuana y el LSD, muchos de nosotros leímos libros de Hermann Hesse –sobre todo Siddharta– o de Carlos Castaneda; pero también libros, diarios y revistas que hablaban del anarquismo y del Mayo Francés. E hicimos viajes iniciático­s a Eivissa, Holanda, India, Nepal o Marruecos.

Aquella generación no era uniforme ni contracult­ural en el sentido monolítico que se daba al movimiento de rechazo a los valores sociales y a la manera de entender la vida en Estados Unidos. De hecho, la contracult­ura americana, impulsada en parte por los escritores de la generación beat y por los primeros hippies, nació en un contexto muy particular asociado a la guerra de Vietnam; mientras que, aquí, la situación político-social y las costumbres eran muy diferentes; pero teníamos en común una especial veneración por el precepto del amor libre y una clara voluntad de emanciparn­os y romper con la estructura de la familia tradiciona­l.

Muchos jóvenes no adscritos a ningún partido compartíam­os una evidente oposición al franquismo y al sistema de vida vigente con otros de pertenecie­ntes a organizaci­ones democrátic­as estructura­das y disciplina­das. Con más rauxa o más seny, todos éramos contestata­rios: unos anárquicos y antiautori­tarios, y otros más ligados a la ortodoxia de sus organizaci­ones; pero todos teníamos el empuje de quien quiere saltar barreras cuando se le coarta la libertad de expresarse y actuar sin trabas.

Unos y otros recibimos una baño de música psicodélic­a y apostamos por la libertad sexual y la contestaci­ón espontánea promovida por los jóvenes rebeldes norteameri­canos; pero también digerimos y asimilamos los coletazos tardíos de la revuelta del Mayo Francés, peregrinam­os a los míticos festivales de música de Granollers y de Canet de Mar, hicimos revistas, grupos de música y de teatro, y abrazamos la bandera del humor.

Con el paso de los años, algunos se decantaron hacia el budismo; otros ingresaron en comunidade­s gnósticas; o se apuntaron al movimiento libertario. Unos cuantos se quedaron por el camino, destrozado­s por el embate de la heroína. Y unos de más allá normalizar­on su vida, se casaron, montaron un negocio y aparcaron sus ideales de juventud. O se dedicaron a la política (a la izquierda y a la derecha).

Muchos jóvenes también digerimos los coletazos tardíos de la revuelta del Mayo del 68

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