La jugada del Quirinal
Carles Casajuana evalúa la victoria del presidente italiano, Sergio Mattarella, en su enfrentamiento con el M5E y la Liga por la composición del nuevo Gobierno: “Hoy parece que, en muchos lugares, los votantes se han cansado de ser razonables. Vivimos mejor que nunca, con una red de protección social que envidian los habitantes del mundo entero, pero hay muchos ciudadanos descontentos. Nos hemos olvidado de las guerras que, durante siglos, cíclicamente, devastaron el continente europeo”.
En Italia siempre hay tiempo para una nueva ronda de consultas, para un nuevo pacto, para un nuevo gobierno técnico. Son admirables. A diferencia de España, donde la Constitución prima la estabilidad por encima de todo, en Italia el Gobierno cambia a menudo: ¿cuántos han tenido en los últimos diez años? Un político italiano se puede quedar dormido durante una sesión del Parlamento y descubrir al despertarse que ha sido ministro dos veces. Pero el país no se altera. Parece como si Lampedusa impusiera aquí también su viejo mandato: cambiar a menudo de gobierno para que nada cambie.
Los partidos mutan, aparecen otros, con nuevos líderes y nuevos programas, pero raramente dejan de parecer reencarnaciones de aquella Democracia Cristiana que gobernaba siempre, de aquel Partido Comunista tan poderoso, de aquel puñado de partidos liberales y socialdemócratas que formaban parte de todas las coaliciones. El país vive siempre al borde de una crisis que puede ser grave, incluso muy grave, pero jamás demasiado seria, con una división profunda entre el norte y el sur. En Milán, los semáforos son órdenes. En Roma, sugerencias. En Nápoles, adornos de Navidad.
¿Ha cambiado ahora la situación? Sí, sin duda. El tiempo no pasa en vano. Pero ¿ha cambiado de verdad? No es fácil saberlo. El ala derecha de aquella derecha y el ala izquierda de aquella izquierda se han vuelto populistas y euroescépticas. Están cansadas de la disciplina de Bruselas y de Frankfurt –aunque el gobernador del Banco Central Europeo sea italiano–, de la camisa de fuerza que les impide hacer lo que hacían siempre cuando la economía renqueaba: tirar de presupuesto para llenar los bolsillos de los consumidores y devaluar la lira para incentivar las exportaciones, y que saliera el sol por Antequera. Era una forma de pasarles la factura a los ahorradores y todos lo sabían, pero no les importaba. Ahora ya no es posible, porque la moneda es común y los ahorradores europeos no están dispuestos a financiar alegrías presupuestarias italianas.
En España no hay apenas sentimientos euroescépticos porque –entre otras razones– pertenecer a la Unión nos ha ido bastante bien. Cuando jubilamos la peseta, la renta per cápita de los españoles era alrededor de un veinte por ciento más baja que la de los italianos. Hoy están a la par. En estos años, la economía italiana apenas ha crecido. La Unión, además, no les ha ayudado como debía en la crisis migratoria. La solidaridad ha brillado por su ausencia. El resultado es que, en Italia, sí que hay sentimientos euroescépticos. Pero ¿son de verdad?
Esto es lo que parece no creerse Mattarella, el presidente de la República que se ha negado a aceptar a un ministro de Economía contrario al euro y ha forzado a los dos partidos euroescépticos, el Movimiento 5 Estrellas y la Liga Norte, a renegociar su acuerdo de coalición. De ser preciso, estaba dispuesto a convocar unas nuevas elecciones para saber si los italianos que votaron a estos dos partidos lo hicieron pensando que a la hora de la verdad no pasaría nada o si aceptarían de veras salir del euro y volver a las viejas montañas rusas del déficit, la devaluación, etcétera.
No era una apuesta exenta de riesgo. Hoy parece que, en muchos lugares, los votantes se han cansado de ser razonables. Vivimos mejor que nunca, con una red de protección social que envidian los habitantes del mundo entero, pero hay muchos ciudadanos descontentos. Nos hemos olvidado de las guerras que, durante siglos, cíclicamente, devastaron el continente europeo. Nos parece que la paz será eterna, que la sangre siempre correrá lejos, que sólo nos enteraremos por la pantalla del televisor. Además, pensamos que, votemos lo que votemos, ningún partido podrá saltarse la disciplina europea. Que estamos maniatados por unos compromisos que limitan nuestra soberanía y que, si queremos cometer un disparate, nos lo impedirán. Que podemos votar contra el sistema porque el sistema es tan fuerte que no nos dejará perder ninguno de los privilegios que tenemos.
¿Es esto lo que pasó en Italia en las elecciones de marzo? ¿Votaron la mitad de los italianos a favor del Movimiento 5 Estrellas y de la Liga Norte confiando en que, en última instancia, no sucedería nada? ¿Hicieron como aquel conocido mío que votó a la CUP pensando que nunca tendrían poder para desalojar de la Generalitat a Artur Mas, como ocurrió?
Mattarella piensa que los votantes iban de farol y estaba dispuesto a ver las cartas que llevaban. Era una jugada delicada. Las nuevas elecciones podían convertirse en un referéndum sobre la Unión Europea, y ya se sabe que los referendos sobre la Unión Europea los carga el diablo. Al final Mattarella se ha salido con la suya sin necesidad de ir a las urnas. El nuevo Gobierno nace con un radio de acción acotado: con el euro no se juega. Probablemente el forcejeo continuará, pero el sistema de pesos y contrapesos de la república ha demostrado su solidez.
Mattarella se ha salido con la suya sin necesidad de ir a las urnas; el nuevo Gobierno nace con un radio de acción acotado