La vida oculta
Recuerdo que, hace años, leí una entrevista a Francisco Fernández Ordóñez realizada poco antes de su muerte. El periodista le preguntaba si para conocer un país había que valorar sobre todo su Constitución, a lo que Ordóñez respondió –cito de memoria– que lo esencial para entrever la estructura real de un país era su Código Civil, la ley de Presupuestos y algunos artículos del Código Penal y de ciertas leyes fiscales. En esta respuesta aflora lo que Miguel de Unamuno llamaba la “intrahistoria”, es decir, todo aquello que ocurre pero que no es noticia en los periódicos ni se recoge luego en la historia política. Lo que viene a cuento de una idea que sostengo desde antiguo: que una sociedad funciona bien, fundamentalmente, no sólo porque existan unas leyes sabias y unas instituciones prudentes que las apliquen con equidad, sino porque la mayoría de la gente cumple con su obligación prescindiendo de las leyes: trabaja lo mejor que puede, paga sus deudas, atiende a sus hijos y a sus viejos, y procura no enredar demasiado. Las leyes están para resolver los conflictos, que siempre son una excepción. Para que se me entienda, la gente del común suele cursar sus másters, por poner un ejemplo extraído de la vida misma.
Viene a cuento esta reflexión mostrenca por el hecho, en apariencia paradójico, de que España vive unos tiempos en los que el país funciona con notoria normalidad e, incluso, con una discreta progresión, mientras que una parte de su vida política –la más visible– ha caído en una sima de degradación que indigna primero, aburre luego y provoca al fin una difusa sensación de asco y desdén. Vayamos por lo primero: el país sigue adelante, como lo prueban sus indicadores económicos. Hace unos días, un economista que ha desarrollado su carrera en la auditoría me ponderaba, por contraste con el caos político en que estamos inmersos, que España creció durante el año 2017 un 3,2% del PIB. Pero no es sólo en este campo donde las cosas funcionan. He asistido recientemente en Madrid a la entrega de becas de La Caixa. Se concedieron 120 a otros tantos estudiantes seleccionados de entre 1.364 candidatos. Los becarios –64 hombres y 56 mujeres, con una edad media de 24 años– proceden de 30 provincias españolas, desde Lugo a Málaga, pasando por Cáceres, Jaén y Cuenca, con predominio de Barcelona y Madrid; y abundan entre ellos los que cursan carreras técnicas y científicas (63, con hegemonía de las ingenierías y tecnologías) frente a los dedicados a las ciencias sociales, al arte y a la comunicación (con predominio de económicas y empresariales). Esta iniciativa, sumada a las otras que existen en España con diverso alcance, constituye una prueba evidente de la vitalidad de la sociedad española. Los currículums de los becarios son espectaculares, no sólo por sus expedientes, sino también por los idiomas que dominan y, en muchos casos, por las actividades que han compaginado con sus estudios. Y la presencia en el acto de entrega de los padres de los becarios le confiere una dimensión de continuidad, por ser el éxito fruto de un esfuerzo compartido o, al menos, impulsado.
Al comentar estas reflexiones durante el acto, lamentando la mala imagen exterior de España fruto de la acción deliberada de los separatistas catalanes y de la pésima gestión del problema por parte del Gobierno central, mi vecino –un historiador y político extranjero– me respondió que esta mala imagen exterior de España la da en exclusiva la política española. Lleva razón. Dejando al margen la pavorosa inacción política y la correlativa judicialización del problema catalán debidas al presidente Rajoy y su Gobierno, se vienen sucediendo en las últimas semanas una serie de sucesos que, por su reiteración, no son hechos aislados, sino que constituyen prueba irrefutable del proceso de autodestrucción por corrupción que afecta al partido en el Gobierno, por no haber tomado sus dirigentes las medidas de corrección precisas para cortar la sangría (dimisiones incluidas). Otra vez han prevalecido la pasividad, la visión cortoplacista, el escapismo, la voluntad de elusión y, al fondo, el cálculo –¡siempre el cálculo!– al servicio exclusivo de un interés personal y de partido. Y así, frente a la tozuda realidad de los hechos, se ha levantado, arrogante e impávida, la postura oficial del Partido Popular, negándose a afrontar la gangrena que padece y a actuar en consecuencia convocando elecciones, que era la única salida digna que le quedaba. Por ello su presidente –y sus portavoces– niegan la mayor con un descaro descomunal.
No notamos aún las consecuencias de este desastre porque la vida oculta de los españoles –la “intrahistoria”– funciona. Pero, en una época de cambios tan acelerados como la presente, ningún país puede ganar el futuro sin una acción política imaginativa y con coraje que lo planifique. Por eso España pagará un alto precio futuro por el desgobierno actual. Y por ello me cuesta creer que algunos puedan dormir tranquilos. Especialmente quien tiene más poder y, por ende, más responsabilidad.
En una época de cambios tan acelerados, ningún país puede ganar el futuro sin una acción política imaginativa