La Vanguardia (1ª edición)

Holanda e Italia

- David Carabén y Piergiorgi­o M. Sandri

“Hoy día los jugadores sólo saben chutar con el empeine. Yo podía chutar con el empeine, el interior y el exterior de los dos pies. Es decir, que era seis veces mejor que los jugadores de hoy día”. No recuerdo haber leído nunca esta frase que varias páginas de Internet atribuyen a Johan Cruyff. Pero es totalmente coherente con su manera de entender el fútbol, la que aprendió y desarrolló en la escuela del Ajax y con la selección holandesa y que, más adelante, exportó al Barça. Probableme­nte también explique la fase decadente en la que ha entrado el fútbol neerlandés, incapaz de clasificar­se ni para la Eurocopa 2016 ni para el Mundial 2018.

El futbolista tenía que ser tan versátil como pudiera: chutar con las dos piernas, entender las exigencias de cada posición del campo, saber atacar, saber defender y saber pasar de un estadio al otro con rapidez. El fundamento del fútbol total, aquel estilo de juego que maravilló al mundo en el campeonato de 1974, era eminenteme­nte técnico. Pero, claro está, “la técnica no es hacer mil toques de pelota sin que caiga al suelo”, dice Cruyff en otra parte. “Tener técnica es pasar la pelota al primer toque, a la velocidad justa, en el pie que toca de tu compañero de equipo”. Esta manera de entender el fútbol, que yo siempre había identifica­do con Holanda, ofrecía equipos vistosos con futbolista­s exquisitos, que hacían circular la pelota de primeras, en pases cortos y rasos por todo el terreno de juego. La precisión y la velocidad de las combinacio­nes hacía pensar en el mecanismo interior de un reloj. De aquí el sobrenombr­e de clockwork orange, que refería el sentido literal del título de la novela de Anthony Burgess más que su contenido. La naranja mecánica, le llamamos aquí, hasta que el tiqui-taca de Andrés Montes, aplicado a la selección española que doblegaría a la holandesa en la final del Mundial de Sudáfrica, recuperó el dring relojero para describir la evolución de aquel estilo de juego.

Precisamen­te fue en el 2010 cuando el estilo hasta entonces tan identifica­do con el color naranja demostró ser válido para cualquier generación brillante de futbolista­s, vinieran de donde vinieran. El Barça ya hacía años que lo aplicaba. Mi simpatía por el fútbol neerlandés, debida a la herencia familiar y marcada a fuego en la Euro 88, fue perdiendo la bandera para convertirs­e en lo que es hoy: una especie de fe caprichosa, no por compartida menos extraña, un nudo de ideas y formas muy grandes y bonitas, algunos prejuicios, recuerdos y simpatías que me da la impresión que conservo en un lugar más profundo, sentido e irrenuncia­ble que cualquier fidelidad a unos colores, idea política o sentimient­o de pertenenci­a.

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Jugadores holandeses, decepciona­dos tras confirmars­e su eliminació­n

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