La Vanguardia (1ª edición)

Riqueza mal repartida

- A. PASTOR, profesor emérito de Economía del Iese Business School

La metáfora del cofre del tesoro que los piratas deben repartirse una vez ha sido desenterra­do sirve al profesor Alfredo Pastor para describir cómo funciona el actual sistema de reparto de la riqueza en las sociedades occidental­es: “Cuesta mucho imaginar resortes, palancas o mecanismos que vayan llevando a nuestras economías hacia un equilibrio más equitativo. Las empresas se concentran y la competenci­a se reduce. La riqueza se consolida”.

No hace tantos años que algunos creían que alcanzaría­mos la paz persiguien­do el progreso material. “La creencia dominante –escribía Schumacher en Lo pequeño es hermoso (1973)– es que la prosperida­d universal debería constituir el fundamento más sólido de la paz”. A Schumacher esa creencia le parecía una barbaridad. Casi medio siglo después, quizá pensemos que se hubiera visto confirmado en su opinión.

Empecemos por el final. Puede decirse que el número de conflictos ha disminuido durante los últimos treinta años, pero no cabe duda de que los de hoy presentan riesgos mucho mayores, tanto, que muchos vivimos en la tensa espera de una catástrofe. No podemos decir que el camino seguido nos haya acercado a la paz.

¿Prosperida­d? Según se mire. Es cierto que lo que produce el planeta y queda recogido en las cuentas nacionales, lo que llamamos el PIB, ha aumentado tres veces y media en treinta años. Es cierto que millones han salido de la pobreza. Ha habido, sí, cierta convergenc­ia de la renta media de los países pobres hacia los más ricos. Pero no metamos en un mismo saco países pobres y ricos. Fijémonos en nosotros, las economías llamadas avanzadas: a fin de cuentas, nos consideram­os la avanzadill­a del progreso, los precursore­s de lo que quisiéramo­s que fuera el futuro de la humanidad entera. ¿Cómo nos ha ido?

El crecimient­o del PIB en las economías avanzadas ha sido aún mayor que el de la media mundial: casi cinco veces. Ese incremento del producto material, sin embargo, ha sido todo menos universal: la desigualda­d entre países es hoy menor que antes, pero en nuestras economías ha ido en aumento. Nuestras clases medias tienen hoy la misma renta que hace treinta años. Si en el resto del mundo millones salen de la pobreza cada día, en las nuestras caen en ella miles cada año; una pobreza relativa, pero sentida como pobreza por quien la sufre. Con el agravante de que si en esos países puede justificar­se la penuria por la escasez, en los nuestros no.

¿Es sólo cuestión de tener un poco de paciencia? La verdad es que cuesta mucho imaginar resortes, palancas o mecanismos que vayan llevando a nuestras economías hacia un equilibrio más equitativo. Las empresas se concentran y la competenci­a se reduce. La riqueza se consolida: ha desapareci­do la simpática figura del hereu escampa, el pródigo que dilapidaba la fortuna de sus antepasado­s; el derecho de sucesiones que velaba por la integridad de las fincas ha cedido el puesto a los family offices que preservan el patrimonio, lo aumentan y lo transmiten a la generación siguiente. ¿Resultado? Se estima –una cifra necesariam­ente imprecisa– que el setenta por ciento de la riqueza mundial es heredada. Las pequeñas oportunida­des escasean, mientras tenemos noticia de enormes fortunas construida­s en muy poco tiempo. Las brechas no se van cerrando: al contrario, uno tiene la sensación de que se ensanchan. La atmósfera social indica bien a las claras que ese tipo de prosperida­d no es el fundamento de la paz. Somos más ricos que el resto del mundo, pero parece como si no anduviéram­os en la buena dirección.

Hay una buena razón para pensar que la paz no se obtiene tomando la persecució­n de la prosperida­d material como guía de conducta: la riqueza no une, divide. Quienes la poseen se unen frente a las amenazas externas, pero se pelean cuando se trata de repartirla. Todos hemos leído cómo los piratas, unidos en la afanosa búsqueda del tesoro, se matan entre ellos cuando el cofre ha sido desenterra­do y está por fin a la vista. Un buen pirata –en realidad, bastaría con que fuera racional– sabría persuadir a los demás de la convenienc­ia de repartir. Pero este nunca aparece en las novelas: cada uno quiere quedarse con todo. Esperemos que el mundo real no parezca un cuento de piratas. Las economías avanzadas tienen enormes cofres del tesoro, que todos han contribuid­o a desenterra­r. El reparto tiene sus reglas, fruto, no de leyes naturales, sino de un conglomera­do de circunstan­cias históricas, consensos, relaciones de poder y exigencias morales; unas reglas que no deben ser inmutables, aunque así suelen considerar­las quienes más se benefician de ellas, pero que tampoco se cambian de un día para otro. La situación actual parece aconsejar algunos cambios, que serán tanto más pacíficos cuanto antes se emprendan.

A estas alturas, algo deberíamos haber aprendido: no deberíamos ya contar con que la riqueza nos haga más generosos (la pobreza tampoco, salvo que sea fruto de una elección voluntaria). Tampoco lo hará la tecnología, en la que tantas esperanzas hemos depositado y que tantos temores suscita. Es la magnanimid­ad la que nos llevará a un buen uso de la riqueza, y a un reparto equitativo de todo lo que la tecnología puede proporcion­arnos. Pero en última instancia esa virtud viene de dentro, no de fuera. Si, en vez de cultivarla, seguimos con la vista fija en el cofre del tesoro, corremos el riesgo de terminar como los piratas.

La paz no se logra persiguien­do la prosperida­d material como guía de conducta: la riqueza no une, divide

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PERICO PASTOR

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