La Vanguardia (1ª edición)

Un bodorrio

- Pilar Rahola

Este país nuestro, que tanto estima los grandes debates, como anhela los que tienen cabida en un vaso de agua, lleva unos días entretenid­o con la superboda en Sant Martí d’Empúries. Se casaba Kimbal Musk, hermano de Elon Musk, la vigésima fortuna del mundo y al acto han asistido, desde los Obama (que habrían dormido en un yate de cuatro pisos, en Cala Montgó) hasta Beyoncé o Salma Hayek. Pero no hay muchas fotos del acontecimi­ento porque la riqueza de los novios habría convertido el pueblo y las ruinas de Empúries en una fortaleza blindada al exterior.

A partir de aquí, la polémica: ¿es lícito que se pueda cerrar con vallas todo un pueblo para una boda privada? Es cierto que la polémica queda apaciguada por los 15.000 euros que Elon ha pagado en cada restaurant­e del pueblo, como compensaci­ón por no haber podido abrir durante los dos días de la fiesta. Y también es verdad que ha pagado rigurosame­nte los 1.200 euros que la Generalita­t pide para permitir alquilar las ruinas. Pero a pesar de estos bálsamos, el enredo continúa, no en balde los ciudadanos no han podido visitar la zona, algunas tiendas no habrían sido compensada­s y, además, parece que todo el pueblo habría firmado un contrato de confidenci­alidad que lo compromete a mantener en secreto todo lo que ha pasado durante los dos días en que los 300 invitados de la pareja han disfrutado de la zona.

A las cinco de la tarde, pues, se cerró el yacimiento al público, empezaron a llegar los coches de alta gama, con los vidrios adecuadame­nte entintados, y el pueblo desapareci­ó a ojos mundanos: durante dos días, Sant Martí d’Empúries, con sus ruinas grecorroma­nas, habrían sido propiedad de los millonario­s Musk.

¿Es lícito? ¿El dinero puede comprar días de la vida de un pueblo, ruinas históricas incluidas? No hay que decir que estas preguntas son todavía más desgarrado­ras en pleno debate sobre el equilibrio entre turismo y ciudadanía, y este es un terreno abonado para la demagogia políticame­nte correcta. Pero más allá de los probables despropósi­tos de bolsillo, es cierto que es un tema chillón y obliga a pensar qué somos y qué podemos ofrecer. Con un dato irrefutabl­e: Catalunya no tiene recursos propios, ni está atenta a una industrial­ización masiva, de manera que necesita la economía de servicios como fuente primordial de ingresos. El turismo es una fuente de riqueza que no podemos menospreci­ar, y aunque hacen falta límites, también es cierto que no son fáciles de poner. Por ejemplo, puede ser feo alquilar un pueblo dos días a unos ricos, pero el spot publicitar­io que eso ha representa­do tiene un valor incalculab­le. Y el ejemplo de Cadaqués, que conozco bien, es paradigmát­ico. Es evidente que el turismo es una plaga que lo invade todo, pero al mismo tiempo, en Cadaqués se morían de hambre cuando dependían sólo de la pesca y el aceite.

El turismo, pues, da riqueza y saca paz, construye economía y destruye paisaje, consolida y expulsa, y en esta contradicc­ión radica la dificultad en regular los límites.

El turismo da riqueza y roba paz, construye economía y destruye paisaje, consolida y expulsa

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