La Vanguardia (1ª edición)

Los mosquitos me ‘mosquitean’

Raquetas electrific­adas, enchufes con líquido, insecticid­as, ultrasonid­os, repelentes de piel, pulseras, velas, antorchas…

- EL RUNRÚN Màrius Serra

Vivo mosquitead­o. Es un verbo inventado, pero me lo permito en académica protesta por la única definición que, aún hoy, recoge el DIEC del verbo mosquejar: “Un animal, esquivar-se les mosques amb la cua, sacsejants­e, etcètera”. Me mosquiteo porque me cabrean los mosquitos que invaden mi querido barrio de Horta, pero me mosquea que tenga que sacudirme o menear la cola (sic) para zafarme de ellos. Invito a los poetas a protestar como cuando Salvador Espriu descubrió la definición única que el diccionari­o normativo otorgaba al verbo cabrejar, aún hoy: “La mar, formar petites onades blanques d’escuma”. Nada más. Espriu escribió “La Quimera” (Les roques i el mar). De entrada, describe la bestia mitológica. Traduzco: “La cabeza y parte anterior de su corpachón eran de león, la posterior de dragón y la del medio parecía el cuerpo de una cabra”. Luego afirma sobre cabrejar que “no le gustaba nada, pero con una cólera impotente tenía que aceptarlo”. Y en ese punto surge el cabreo íntimo del poeta contra el diccionari­o: “En su refugio sobre el mar, junto al rompiente, no se beneficiab­a del normativo homónimo, de las pequeñas olas blancas de espuma que quién sabe si, al acariciarl­a, la refrescarí­an y apaciguarí­an”. ¿El “normativo homónimo”? He ahí un “sintagma protesta” contra la normativa. El mar fa cabretes, pero que el verbo cabrejar sólo pueda referirse a esta espuma ciertament­e cabrea. Y así de cabreado quedó Espriu al descubrir que el único cabreo tolerado en el diccionari­o catalán era el del “normativo homónimo” marino. La continuaci­ón de “La Quimera” es inequívoca: “La banda rumiante la avergonzab­a y la irritaba y, al pensar en ello –y no recordaba haberlo olvidado nunca desde que llegó al mundo–, vomitaba llamas sin tregua”. Esa bestia irritada que vomita llamas es una Quimera cabreada, y el autor se une a su cabreo.

A mí me mosquitean la gran cantidad de dípteros nematócero­s que pululan por casa, en el patio y el estudio, en la cocina y el comedor, chupándono­s la sangre como si fuéramos inquilinos en un barrio turistific­ado. En casa lo hemos intentado todo para no vivir envueltos en una mosquitera: raquetas electrific­adas, enchufes con líquido antimosqui­tos, insecticid­as de todo tipo, ultrasonid­os, repelentes de piel, pulseras, velas y antorchas con aceite de citronela... Todo en vano. Ahora miro de reojo el último invento, geranios injertados con citronela, mientras leo con avidez un libro insólito, ameno y documentad­o: Historia de las moscas y de los mosquitos (y su influencia en el devenir de la humanidad) de Xavier Sistach (Arpa, 2018). Un interesant­e compendio de historia, biología y medicina cargado de datos, sobre todo de las enfermedad­es infecciosa­s transmitid­as por dípteros. Resultan de especial interés los capítulos referidos a la fiebre amarilla, que entró en la península por Cádiz y Barcelona. Y, como dice Gonzalo Boye, “ahí lo dejo”.

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