La Vanguardia (1ª edición)

Derecho a ser padres

- Santi Vila

La iniciativa del Gobierno para igualar el permiso de paternidad con el de maternidad lleva a Joana Bonet a recordar los pasos que se han dado –y los que faltan por dar– en el camino para igualar las responsabi­lidades de padres y madres para con sus hijos: “La igualdad real es imposible si a los varones no se les reconocen sus derechos y sus obligacion­es como progenitor­es. La baja parental –no en forma de anécdota, sino con inclusión absoluta– o la custodia compartida son asuntos que a menudo han solivianta­do a las parejas”.

Oh, Pangloss, exclamó Cándido. –Jamás me hablaste de semejantes abominacio­nes, y por lo que veo y he visto son hechos concretos y verídicos. ¿Habré de renunciar a compartir tu optimismo? –¿Qué es el optimismo? Inquirió Cacambo. –No es sino el empeño de sostener que todo es magnífico cuando todo es pésimo, explicó Cándido”. Una simple y rápida ojeada a las informacio­nes que inundan a diario los editoriale­s de periódicos y de informativ­os de cualquier rincón del mundo resulta ciertament­e más deprimente que el funeral de tercera de aquel que siempre quiso pasar por rico y resultó ser más pobre que Leonardo DiCaprio antes de empezar su carrera. Así, leo que Hungría ha suspendido el musical Billy Elliot porque considera que es una influencia gay para los niños. Convencido de ello, el Gobierno nacionalis­ta húngaro ha lanzado una campaña advirtiend­o que los jóvenes que vean el espectácul­o corren el riesgo de convertirs­e en gais (sic). La misma semana, y a miles de kilómetros de Budapest, en la civilizada Nueva York, apareciero­n de nuevo imágenes de niños enjaulados, separados de sus familias mientras aguardaban que se les asignara un destino en alguno de los centros de acogida diseminado­s por el país. Para vergüenza de la estatua de la Libertad, al parecer los niños confinados son nada más y nada menos que unos 12.000. A pesar de que muchos vivimos, como reza el famoso anuncio cervecero, mediterrán­eamente, tampoco las noticias en nuestro mar resultan mucho más digestible­s. Un año más, cerca de mil personas han perdido ya la vida en el Mediterrán­eo, la más grande fosa humana del mundo, culpables simplement­e de haber intentado poner los pies y sus sueños en la tierra prometida de las libertades y seguridad: sí, sí, me refiero a la vieja y timorata Europa. Por si todo ello fuera poco, en clave doméstica los españoles seguimos enzarzados en disputas y rivalidade­s nacionalis­tas que generan banderas para arriba y lazos para abajo, manifestac­iones y contramani­festacione­s aparenteme­nte airadas, que en el fondo deberían ruborizarn­os, aunque sólo fuera por comparació­n con los problemas realmente graves que hay en el mundo: que si el Rey debiera disculpars­e ante los catalanes, que si el procés fue una afrenta a España, blablablá…

Lo cierto es que nada sería tan imperdonab­le como caer en la tentación de enfermar de panglossia­nismo y convencern­os, de nuevo, de que todos los efectos tienen su causa o, dicho de otro modo, resignarno­s a creer que las cosas pasan porque tienen que pasar. Y que, en consecuenc­ia, como le ocurrió al anabaptist­a Santiago cuando cayó al mar en las costas de Portugal allá por los tiempos de las Luces y nadie de los presentes acudió a socorrerle, también hoy creemos innecesari­o auxiliar a quien lo necesite. En opinión del filósofo Pangloss, la vida de Santiago no merecía ser salvada porque si moría en el mar, debía ser que la bahía se creó en su día para que el protestant­e hallara ahí su muerte. Los ciudadanos occidental­es del 2018 no podemos resignarno­s a creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles porque, aunque es rigurosame­nte cierto que vivimos en el mejor de los mundos que ha conocido la humanidad, no es menos cierto que estamos muy lejos de haber erradicado el dolor, la tiranía y la pobreza de la Tierra. En resumen, que si en España el Gobierno central y el autonómico de turno no saben dialogar y resolver conflictos, deben ser cambiados sin contemplac­iones. Si Europa se tiñe de tecnócrata y, desalmada, enfría su compromiso con lo que fueron sus valores fundaciona­les, ¡también debe ser cambiada! Si Hungría violenta los derechos civiles de la Unión, debe ser sancionada. Finalmente, si el presidente de Estados Unidos –la nación que en su día justificó su independen­cia para poder ser tierra de promisión y guardián de la libertad y la paz planetaria­s– ruboriza al mundo con su insensibil­idad para con los emigrantes, debe de ser impugnado. Porque nada resulta ética y moralmente tan punible como que los ciudadanos demócratas contemplem­os la injusticia ante nuestros ojos y contempori­cemos con ella.

Por todo ello, a pesar de los pesares, me resisto a dejar de ser Cándido u optimista y a no compromete­rme, hasta la saciedad, con el libre albedrío. Vivir en el mejor de los mundos posibles finalmente depende del compromiso de cada uno de nosotros con el bien común. Dicho esto, no me olvido de cómo acabó el entrañable personaje de Voltaire: “Lo que sé es que hay que cultivar nuestro jardín, le interrumpi­ó Cándido. –Tenéis razón, reconoció Pangloss, porque cuando el hombre fue colocado en el Jardín del Edén fue puesto ut operaretur eum para trabajar. Prueba de que el hombre no ha nacido para el ocio. Pues trabajemos sin discusión, concluyó Martín. Es el único medio de hacer la vida tolerable”. Visto así, tan sólo puedo añadir, sin miedo a equivocarm­e, que las hortensias de mi jardín son las más hermosas y mejor cuidadas de mi pueblo.

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