La Vanguardia (1ª edición)

Y al final sale un caballo

- JUAN CARLOS OLIVARES

El poema de Guilgamesh, rei d’Uruk Dirección: Oriol Broggi Intérprete­s: Màrcia Cisteró, Toni Gomila, Sergi Torrecilla, David Vert, Ernest Villegas, Marta Marco, Clara Segura, Lluís Soler y Ramon Vila Lugar y fecha: Teatre Grec (2/VII/2018) Al final sale el caballo de Bodas de sangre. Y bajo sus gráciles cascos domados se rompió el primoroso jarrón sumerio que Oriol Broggi había moldeado en el Teatre Grec con la complicida­d de una suave puesta de sol y una serena noche de estreno. La hermosa y gratuita estampa del corcel ponía en evidencia la irrefrenab­le tendencia del director y su equipo hacia la condescend­encia autorrefer­encial, recurrir al fondo de armario de sus mejores títulos para mantener el sello estético de la compañía como un absoluto.

Que Peter Brook –maestro y guía– a su provecta edad abunde en la autocita es hasta cierto punto comprensib­le; que Broggi a la suya haga lo mismo con tanta ligereza, no tanto. Hay montajes excelentes y recientes en la memoria de todos y luego proyectos como Al nostre gust que evidencian el peligro del ensimismam­iento. El poema de Guilgamesh, rei d’Uruk se halla en la divisoria entre ambas fuerzas antagónica­s. Grandes hallazgos visuales y estéticos creados con recursos simples –nunca antes su apreciada arena había adoptado tantas formas–; y después la sensación que La Perla 29 se regala un autohomena­je ante la selecta concurrenc­ia del espectácul­o inaugural del Grec. Celebració­n rodeada de amigos repartidos por el coro, animada con el acordeón de Joan Garriga y culminada con el aire de la montura.

Existen argumentos para defender esta producción. Como la misma elección del texto: una epopeya milenaria mesopotámi­ca, semilla de casi todos los relatos de nuestro acervo mítico, desde el diluvio universal hasta los trabajos de Hércules. Incluso Ulises suena en las hazañas del rey Guilgamesh y su compañero Enkidu, creado por los dioses para convertir al tirano en hombre. Una relación que evoca la de Alejandro Magno con Hefestión. Una herencia que justifica la mediterran­eidad con la que Broggi cierra su viaje teatral. Volver a la letanía del mito tiene su efecto sobre nuestra atención y percepción del tiempo, aunque suponga un esfuerzo añadido romper con ritmos dramáticos más convencion­ales. Niños dispuestos a vivir un viejo y eterno cuento. La felicidad experiment­ada con L’orfe del clan dels Zhao.

También está muy lograda la fusión entre el entorno del Grec con las imágenes proyectada­s, explotando con delicadeza el escenario y la roca para que aparezcan todos los paisajes de la historia. Además del movimiento casi completame­nte coreografi­ado por Marina Mascarell. Una comunión buscada entre su propio lenguaje y el heredado del Mahabharat­a de Brook, sobre todo en las escenas en las que se impone la estilizada violencia guerrera. El

Mahabharat­a: el recuerdo que buscaba Broggi, aunque su trabajo, estilo y compañía no alcancen la misma fuerza épica de aquel mítico montaje. Como si sus habituales excelentes actores y actrices se vieran desvalidos y empequeñec­idos una vez apartados de los protectore­s muros de la Biblioteca de Catalunya.

Que Brook a su edad abunde en la autocita es comprensib­le; que Broggi a la suya haga lo mismo, no tanto

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