Napoleón vuelve a Rusia
El recuerdo de la más desastrosa de las campañas napoleónicas aflora en el Mundial
¿Qué hilo invisible une el río Bérézina, o Beresina, con el Mundial de Rusia? ¿Y con Carlos XII de Suecia, Hitler y, sobre todo, Napoleón? La portada de L’Équipe a raíz de la sorprendente eliminación de la selección alemana da una pista: “La Bérézina”, tituló sobre la foto de un desolado Thomas Müller. Catastrophe, calamité, désastre, cataclysme o déroute (derrota) son sinónimos de bérézina. C’est la Bérézina! equivale a un fiasco absoluto, sin paliativos.
Por ello no resulta sorprendente que los franceses se refieran así a la prematura marcha de la Mannschaft. Sí resultan sorprendentes, sin embargo, las connotaciones históricas de esta expresión. El Beresina es un afluente del río Dnieper, cerca de Borísov, a 75 kilómetros de la capital de Bielorrusia, Minsk. El rey sueco Carlos XII (1682-1718), que acometió la desmesura de invadir el coloso del este, fue derrotado en Poltava, en las riberas de este rincón, entonces parte del imperio zarista y de la gran madre Rusia.
Quienes no conocen la historia están condenados a repetirla. Un siglo más tarde, Napoleón tropezó con la misma piedra. Y no hay dos sin tres: de nuevo más de cien años después, Hitler se creyó superior a Carlos XII y a Napoleón y volvió a naufragar en estas aguas teñidas de rojo. Ironía del destino, cuando los nazis huían del Ejército Rojo decidieron que la LVF (la Legión de los Voluntarios Franceses contra el bolchevismo) se estacionara en la orilla del Beresina. Si estos desventurados mercenarios hubieran aguzado el oído, habrían oído los lamentos de miles de fantasmas.
En 1812, Inglaterra dominaba los mares. Y Napoleón, la Europa continental. Para doblegar a los ingleses y evitar que comerciaran en los puertos rusos, el emperador francés levantó una impresionante fuerza multinacional de 600.000 soldados e invadió Rusia. Fue el principio del fin. A medida que aquel ejército digno de Jerjes avanzaba, se iba desangrando. Hombres y caballos caían como moscas, incluso antes de la llegada del general Invierno.
Napoleón conquistó Moscú, algo que no logró Hitler. Pero no le sirvió de nada. El zar no imploró la paz, ni siquiera después de la destrucción de la ciudad. Cuando el invasor se dio cuenta, era tarde. El repliegue se transformó en una retirada y la retirada en una desbandada. El hambre, el pillaje y el frío transformaron la Grande Armée en una horda harapienta. Los rusos pasaron entonces al ataque y marcaron un punto en rojo en el mapa: el Beresina.
Allí, en un río semihelado, sin puentes y vigilado por las tropas del almirante Chichagov, tenían previsto capturar al Anticristo o retenerlo hasta que llegaran las fuerzas del generalísimo Kutuzov, que le pisaba los talones. Para los rusos esta era una guerra sagrada. Y entonces se produjo un milagro. Napoleón engañó a sus enemigos y cruzó el río por un punto desprotegido gracias a los pontoneros que improvisaron de la nada dos frágiles estructuras de madera sobre las aguas. Una multitud de más de 10.000 rezagados no quiso o no tuvo fuerzas para pasar al otro lado y cuando lo intentó ya no pudo. Cayeron muertos o prisioneros a manos de los cosacos, como refleja la ilustración de esta página.
La portada de L’Équipe revela que el episodio ha quedado grabado en el ADN nacional. Quién sabe, si el azar quiere, Francia se podría enfrentar de nuevo a Rusia. Pero, por fortuna, de forma incruenta y con la sensación de que ocurra lo que ocurra, esta vez han sido otros quienes se han hundido en el Beresina.
La eliminación de la selección alemana reaviva en Francia la ‘maldición’ de un río teñido de sangre