Fiscalía y poder judicial intentan adaptarse a la nueva etapa
La Fiscalía y el poder judicial buscan cómo adaptarse al cambio impulsado por el Gobierno para abrir una etapa de distensión política
Las instituciones de la justicia viven estos días inmersas en un complejo dilema. Por una parte, tienen que mantener la coherencia con las posiciones que han ido adoptando en los últimos meses para defender la Constitución y frenar el proceso soberanista. Pero por otra son conscientes de que se ha abierto una nueva etapa, en busca de posibles soluciones políticas y en la que se pretende que impere la distensión.
¿Hay posibilidades de arreglo?, se preguntan muchos en las sedes judiciales. ¿Y cómo podría participar la justicia en esa operación de Estado, sin merma de sus funciones esenciales en aplicación de la ley? ¿Acaso las normas y los códigos son de goma y se puede disponer de ellos a conveniencia?
En el fondo, el dilema implícito en estas preguntas ha estado siempre presente en la labor de la justicia desde el inicio del proceso soberanista. En su día, los fiscales de Catalunya consideraron improcedente la querella por la consulta del 9-N. Y el propio presidente del Tribunal Supremo (TS), Carlos Lesmes, ha dicho en varias ocasiones que el conflicto entre las instituciones del Estado y las de Catalunya no puede resolverse en los tribunales.
De ahí que en esta fase de cambios podamos ver movimientos aparentemente contradictorios. El Gobierno acuerda, por ejemplo, el traslado de presos a Catalunya con el visto bueno del Supremo, al tiempo que se vuelve a accionar el mecanismo del Tribunal Constitucional (TC) para cerrar el paso a una nueva moción del Parlament que expresa la voluntad de proseguir el camino hacia la autodeterminación.
La fase de distensión que quiere abrir el Ejecutivo va a ser, probablemente, un camino en zigzag, con altos y bajos. El propio Supremo, por ejemplo, si bien no ha puesto obstáculos al mencionado traslado de presos a Catalunya, a la vez ha confirmado todos los procesamientos en la causa del 1-O y va a aplicar el artículo 384 bis del Código Penal, que prevé la suspensión de los cargos públicos acusados de rebelión y sobre los que se haya dictado orden de prisión. Es decir, va a privar de sus cargos representativos, y por un período indefinido, a los principales impulsores del proceso soberanista, después de ser reelegidos en diciembre pasado y sin que hayan sido juzgados.
En otras palabras, el expresident Puigdemont, el exvicepresident Junqueras y los diputados Rull, Turull, Romeva, Comín y Sànchez quedarán suspendidos en breve en sus funciones parlamentarias. Lo cual generará, sin duda, nuevas tensiones, porque esta decisión implica una alteración de las mayorías parlamentarias. Las fuerzas independentistas pasarán de 66 a 59 diputados en la Cámara catalana, a menos que los afectados por la medida renuncien a sus escaños. Sobre esta cuestión se va a abrir una importante batalla legal y política, porque dichos parlamentarios no arrojarán la toalla a la primera de cambio. En el Supremo no se descarta un nuevo caso Atutxa, el del expresidente del Parlamento vasco acusado de desobediencia por negarse a disolver el grupo parlamentario de Batasuna.
En paralelo, en este complejo escenario en el que se alternan factores de distensión y motivos de conflicto están apareciendo nuevos actores. La conducción de la Fiscalía General del Estado, por ejemplo, ha quedado en manos de una fiscal progresista, María José Segarra, hasta ahora fiscal jefe de Sevilla.
Segarra sucede a dos fiscales generales de cariz conservador, los magistrados José Manuel Maza y Julián Sánchez Melgar, procedentes de la Sala Penal del Supremo, la instancia que en su día deberá juzgar a los procesados del caso 1-O. ¿Implicará la llegada de la nueva fiscal algún cambio sustantivo en la causa? En su preceptiva comparecencia parlamentaria, antes de ser nombrada, dio pocas pistas. Se ciñó al principio de legalidad como guía de su futura labor y dijo que necesita tiempo para estudiar las actuaciones realizadas.
En la Fiscalía, en todo caso, cabe descartar los giros bruscos. Los cuatro fiscales encargados del caso 1-O –Fidel Cadena, Consuelo Madrigal, Javier Zaragoza y Jaime Moreno– han sostenido hasta ahora de forma rotunda la acusación de rebelión y se han pronunciado en contra de todas las solicitudes de libertad de los procesados en prisión provisional. Sólo en una ocasión, y porque se lo ordenó el fiscal general Sánchez Melgar, se mostraron a favor de la salida de prisión del exconseller de Interior, Joaquim Forn. Y la Sala de Apelaciones la denegó.
Todo lo cual no obsta para que, más adelante, las posturas se flexibilicen. Pero para ello hace falta un contexto adecuado. El Supremo ya dijo al admitir la querella de la Fiscalía por el caso 1-O que los hechos podían constituir delitos de rebelión, de sedición o de simple conspiración para la rebelión. Al primero le pueden corresponder 30 años de prisión, al segundo 15 y al tercero 6. Una escala muy amplia, por tanto. La represión penal, como se ve, puede tener muchas versiones.
La que predomine dependerá, en buena medida, del curso de los acontecimientos. El objetivo del gobierno de Rajoy siempre fue apartar de la vida pública a los máximos dirigentes del 1-O. El propósito del Ejecutivo de Sánchez es llegar a las próximas elecciones con el conflicto de Catalunya encauzado. El poder judicial sabrá resituarse con mayor facilidad si no se siente, a su vez, constreñido ni amenazado. En este sentido, puede que no sea ahora el mejor momento para tratar de recuperar el diseño de justicia catalana previsto en el Estatut, un plan que el Constitucional anuló de plano. Tal vez nunca se vuelva al autonomismo. Pero el soberanismo no podrá renunciar a la gradualidad, salvo que esté dispuesto a pagar un alto precio por no hacerlo.
Esta nueva fase de menor presión avanzará en el terreno judicial en zigzag, con altos y bajos