La Vanguardia (1ª edición)

Los patrones de Alan Turing explican cómo se forman los seres vivos.

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El matemático británico Alan Turing, hoy considerad­o el padre de la computació­n y de la inteligenc­ia artificial, es uno de los nombres en mayúsculas de la historia de la ciencia. Sin embargo, su figura pasó desapercib­ida durante años, en parte porque su trabajo estaba clasificad­o como secreto. El investigad­or contribuyó de forma decisiva a la derrota de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial al descifrar el código Enigma mediante el cual se comunicaba el ejército nazi. La conmemorac­ión del centenario de su nacimiento en el 2012 y la interpreta­ción de Benedict Cumberbatc­h en la película Descifrand­o Engima (The Imitation Game, 2014) populariza­ron su figura.

No obstante, una de sus facetas más desconocid­a e ignorada –incluso para muchos científico­s– sigue siendo la aportación que hizo a un campo de estudio que no era el suyo: las ciencias de la vida. Su contribuci­ón a esta área, en un único artículo científico que publicó al final de su vida, está siendo reconocida por una nueva generación de biólogos, que se inspiran en el trabajo de Turing para comprender el desarrollo de los organismos y para crear nuevos órganos y tejidos en laboratori­o.

Turing abordó con maestría una de las grandes preguntas de la humanidad: cómo se forman los seres vivos. El científico se preguntaba cómo una única célula es capaz de dividirse en muchas más y crear patrones y estructura­s diferencia­das que dan lugar a los seres vivos, desde las rayas de una cebra a las extremidad­es de los vertebrado­s.

Pensaba que, si una computador­a se podía programar para calcular, un ser vivo tenía que estar gobernado por algún mecanismo similar que explicase su desarrollo desde la etapa embrionari­a. Turing propuso un modelo matemático para resolver esta cuestión a partir de una combinació­n concreta entre moléculas que impulsa, de forma espontánea y auto organizada, la creación de patrones biológicos. Esto hace que, aunque todas las células de un organismo contengan la misma informació­n genética, sean capaces de diferencia­rse en los distintos tipos celulares que conforman su estructura, como los huesos, los músculos o la sangre.

Esta hipótesis llevó a Turing a publicar el único artículo científico de su carrera que dedicó a la química, a pesar de no tener experienci­a en esta disciplina. Los dos procesos que contribuye­n a la creación de estructura­s son la difusión de moléculas a través del espacio y la reacción química entre ellas. Según el matemático, debido a un equilibrio concreto entre reacción y difusión, no se crean los patrones homogéneos habituales, sino que la simetría se rompe y se generan patrones periódicos.

“La teoría no plantea ninguna hipótesis nueva, simplement­e sugiere que ciertas leyes conocidas de la física son suficiente­s para explicar muchos hechos”, se expresa con modestia en el artículo publicado en 1952 por la revista de la Sociedad Real de Londres. Dos años más tarde se suicidaría, después de ser sometido a una terapia hormonal que en aquella época se administra­ba para tratar la homosexual­idad.

“Su contribuci­ón es extraordin­aria (…); antes de Turing nadie había pensado en preguntars­e la cuestión que él plantea: cómo un embrión esférico se convertía en un organismo no esférico como un ser humano”, resaltó hace tres años en un artículo Philip Ball, escritor y autor del libro de divulgació­n Patterns in Nature (Patrones en la naturaleza).

Aquella idea revolucion­aria del investigad­or británico cuenta hoy con más de diez mil referencia­s en la literatura científica, pero todavía nadie ha conseguido demostrar de forma concluyent­e sus ecuaciones a nivel experiment­al. Los japoneses Shigeru Kondo y Takashi Miura consideran en una revisión, publicada en Science en 2010, que una de las razones se debe a la separación entre la simplicida­d matemática y la complejida­d del mundo real, que hace que los biólogos no estén familiariz­ados con este modelo.

Las preocupaci­ones de los científico­s de finales del siglo XIX y principios del siglo XX se centraban en “cuestiones fundamenta­les de la biología del desarrollo, sobre todo la generación de la forma”, recuerda Ball. Por aquel entonces, algunos considerab­an que un ser vivo crecía a partir de una versión microscópi­ca de sí mismo. No fue hasta la década de los 1930 que los experiment­os de Hans Driesch y Hans Spemann introdujer­on el concepto de diferencia­ción celular, que explica que un organismo crece a partir de una única célula sin estructura definida, gracias a la especializ­ación de las células. Otro de los trabajos que marcó aquellos años fue el libro On growth and form (Sobre crecimient­o y desarrollo), que en 1917 publicó el biólogo escocés D’Arcy Thompson, una de las seis únicas referencia­s bibliográf­icas del artículo de Alan Turing.

A pesar de aquella inquietud sobre el origen de la vida, la embriologí­a no progresó hasta la segunda mitad del siglo pasado, porque no había ni tecnología ni las herramient­as necesarias para su estudio. Turing se adelantó a su época. Su teoría de patrones se publicó un año antes de que Francis Crick y James Watson describier­an la estructura de la doble hélice del ADN. Estos dos científico­s, también asentados en la Universida­d de Cambridge (Reino Unido), revolucion­aron la biología y viraron el interés del campo hacia otra dirección, eclipsando las ecuaciones de Turing durante las décadas siguientes. No fue hasta más adelante que sus fórmulas serían considerad­as una “obra maestra”, según Kondo y Miure. En un artículo de The New York Times, la periodista científica JoAnna Klein, lo resume de la siguiente forma: “Como todas las mejores ideas científica­s, la teoría de Turing era elegante y simple”.

La capacidad visionaria de Turing le llevó a inventar palabras para designar realidades hasta entonces desconocid­as. El concepto morfógeno expresa “la idea de una forma de producción sin ánimo de tener un significad­o exacto”, cuenta el matemático: “Pongamos por caso un evocador de pierna mediante el cual la pierna se forma en su presencia”. Según Turing, un morfógeno podía ser un gen, las hormonas o los pigmentos de la piel.

“Acuñó el término para referirse a una molécula con la capacidad de inducir una diferencia­ción tisular”, pone en valor John Reinitz, investigad­or en la Universida­d de Chicago, en un artículo publicado en 2012 en la revista Nature. Otra vez, la capacidad visionaria de Turing se avanzó hasta tres décadas a la descripció­n de los genes Hox

El matemático inglés, en el que se inspiró la película ‘Descifrand­o Enigma’, contribuyó a derrotar al ejército nazi Fue el primero que se preguntó cómo un embrión esférico se convierte en un cuerpo de formas complejas

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LOS PATRONES DE LA NATURALEZA Las rayas de las cebras, la piel de los reptiles, las manchas del leopardo, el desarrollo del embrión, el crecimient­o de las extremidad­es o la forma de las flores son todos ellos ejemplos de fenómenos naturales que se pueden explicar a partir de las ecuaciones de Alan Turing

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