Monarquicanos
La palabra con que he titulado este artículo la inventó José Luis Sampedro, el economista, catedrático, humanista y escritor de cuyo nacimiento se cumplieron cien años el pasado 2017. Sampedro fue nombrado por el rey Juan Carlos senador en las primeras Cortes democráticas junto a otras cuarenta personalidades, entre las que se encontraban Camilo José Cela, Julián Marías, José Ortega Spottorno y los catalanes Maurici Serrahima o Josep Maria Socias Humbert.
A algunos les pareció muy raro que don José Luis, tenido por republicano, aceptara gustoso tal elección por designación real. Fue por entonces, corría junio de 1977, cuando en una entrevista le preguntaron si era monárquico y el contestó que era “monarquicano” y además puntualizó “monarquicano de don Juan Carlos”. El término inventado por el llorado escritor no tuvo éxito. Pese a que llegaría a ser académico de la RAE nada hizo, que yo sepa, para que se debatiera en el pleno y pudiera, si su uso se generalizaba, llegar a entrar en el Diccionario.
Hace unos días el president Torra, siguiendo la hoja de ruta trazada por Puigdemont, ha remachado el clavo de su republicanismo delante de Felipe VI, con desplantes improcedentes –me pregunto qué tendrán que ver con la educación sus convicciones republicanas– y el hecho me ha llevado a recordar la respuesta de Sampedro al periodista, declarándose monarquicano. La palabra está formada por dos segmentos que proceden de vocablos en principio antagónicos: monarquía por oposición a república, formas de gobierno que, aunque en principio contrarias, en las actuales democracias avanzadas, no lo son tanto, apenas nada o casi nada. Basta pensar en los progresistas países escandinavos suecos, noruegos o daneses que son reinos y no repúblicas. ¿Cambiaría algo que los ciudadanos decidieran que sus reyes dejaran los tronos, más representativos y simbólicos que otra cosa, y se fueran al exilio? Me temo que poco o muy poco.
Sampedro que era hombre culto, inteligente y muy espabilado, al añadir a monárquico el sufijo -ano, que se usa para la formación de gentilicios tanto propios como comunes, le dio un vuelco al término: su republicanismo quedaba condicionado por su lealtad al nuevo monarca. Sin utilizar esa palabra, lo mismo hizo nada menos que Santiago Carrillo al votar la Constitución del 78, en la que se declara que España es un reino. Las cosas habrían sido muy distintas si no se hubiera llegado al consenso con el Partido Comunista.
Me parece que hoy nadie medianamente sensato puede dejar de hacer suyos los principios republicanos. No defender los valores que nos trajo la Revolución Francesa de libertad, igualdad y fraternidad es un retroceso a tiempos trogloditas. Esos valores, parece que también, curiosamente, son del gusto de don Felipe y de doña Letizia, en ese sentido, a mi entender, los reyes más republicanos que ha tenido España en toda su historia.
Sin embargo, la defensa de los ideales republicanos no impide en absoluto la consideración de que, hoy por hoy, ningún presidente de la república española —por más nombres de ilustres personalidades que barajáramos sin obviar por supuesto la posibilidad de que alguno de estos ilustres perteneciera al sector sindical— estaría a la altura de don Felipe. No me refiero a la física, claro, aunque también ayuda que el Monarca sobrepase en estatura a la inmensa mayoría de ciudadanos. Su buen porte, sus buenas prendas, como se decía antes, ya que llamar guapos a los hombres no estaba bien visto, son también elementos a su favor, por supuesto admirables, pero no los principales. Mucho más importante es su aprendizaje, los años de estudio y de formación, el paso por distintas universidades, en las que ha tomado cursos de política internacional, economía o ciencias sociales; los idiomas que maneja con verdadera soltura, sin ponernos nunca en ridículo como han hecho tantos políticos españoles, de izquierdas o derechas, además de su inteligencia, su tino y su moderación. De ahí que, a mi modo de ver, su principal acierto consiste en no salirse jamás de las atribuciones que le han sido conferidas. Por eso con el Rey nada se puede negociar, porque esa no es una prerrogativa de su condición. Él es el jefe del Estado, no el de Gobierno. Si así fuera, la monarquía dejaría de ser parlamentaria, con el consiguiente deterioro democrático. Negociar o dejar de hacerlo, entablar diálogo, siempre bienvenido, le toca, en todo caso, al jefe del partido que ostente el poder, aunque algunos, incluso políticos, estén muy mal informados al considerar que eso incumbe al Rey.
Últimamente, en especial en Catalunya, los partidos de izquierdas radicales como la CUP, también en Madrid diversos parlamentarios de Podemos, han dejado de llamar unionistas o constitucionalistas a los no secesionistas, ahora prefieren utilizar el término monárquicos, que en su vocabulario parece significar rancio, atrasado, frente al progresismo republicano. Nada más ridículo ni menos veraz. Repúblicas bananeras hay muchas, yo creo que muchas más que reinos bananeros, aunque a algunos les pese.
Hoy por hoy, ningún presidente de la república española estaría a la altura del rey Felipe