Ángulo angélico
SANFERMINES. La televisión tiene, cada año, una cita inexcusable: los encierros de San Fermín. La literatura, gracias a la pluma de Ernest Hemingway, había ya ungido esta fiesta popular y callejera antes de que llegase la televisión, lo que siempre ayuda. Pero si la televisión se enamora cada año de este multitudinario acontecimiento festivo y taurino se debe a que no hay nada igual en las pantallas del planeta Tierra: la cámara sabe que está recogiendo la frontera entre la vida y la muerte, y los telespectadores miramos porque lo sabemos, miramos porque sabemos que la guadaña se ha echado a correr calles arriba, hasta desembocar en el limbo del albero. Cada metro del recorrido sanferminero es una parábola de la vida. Quiero decir que la vida es una enfermedad febril de la que puedes morir, sobre todo si no corres. A partir del 7 de julio, aquí la vida se condensa y se televisa. Ayer mismo vi el primer encierro de este año, y los novedosos encuadres de la cámara slow motion ofrecían algunos planos espeluznantes: vi el descomunal cuerno de un toro recorrer las vértebras cervicales de un corredor, vi esa lenta caricia sobre la camiseta, fina tela que separa la vida de la muerte, y vi cómo el afilado pitón salía de esa caricia a unos milímetros de la nuca del hombre. Ese hombre tuvo la muerte a milímetros y todos lo vimos: de ahí las altas cuotas de pantalla de tres minutos incomparables de televisión. Una cámara pendida de una tirolina persigue desde lo alto a los corredores ante la manada, y desde este ángulo angélico asisto a una magnética turbulencia de cuerpos vivos, a una termodinámica de fluidos que avanzan y se arremolinan, que se precipitan y se estancan, que se desparraman y amontonan. Es un espectáculo visual fenomenal, breve, intenso y terminal, un suceso televisivo único que si acaba bien es porque puede acabar mal. En esa carrera televisada, durante unos minutos, se respira la posibilidad de que la naturaleza y la humanidad puedan avanzar juntas: es una ilusión muy fugaz pero inspiradora, que nos complace y nos reconcilia con lo más grande, por mucho que sepamos que estamos haciendo trampas porque ya conocemos el pospuesto desenlace. El encierro de los sanfermines es un espectáculo que se explica por sí mismo, que no necesita ni media palabra.., aunque luego venga glosado en las sucesivas repeticiones por la verborragia del experto ex corredor sanferminero y comentarista Javier Solano, que habla hasta por los codos. BASTILLA. Oigo y veo a tertulianos de TV3 y Catalunya Ràdio convertidos en revolucionarios de salón y dinamiteros de plató: inflamados ante la llegada a cárceles catalanas de líderes independentistas presos, alientan a las masas al asalto de la Bastilla, esto es, a la toma de cárceles y a la liberación de presos. Jeremíacos y arrastrados por su siempre santa ira, estos capitanes Araña se quedan en la trinchera, claro, y girando factura por sus soflamas. Unas facturas (literales y metafóricas) que todos los catalanes pagamos. Para parecer centrado por otro lado, hoy el procesismo sostiene a estos extremistas, a los que sólo les pido que se coloquen ellos en primera línea de asalto.
Es un espectáculo televisivo único que si acaba siempre bien es porque puede acabar mal