La Vanguardia (1ª edición)

Un caso de mala conciencia

EE.UU. reabre a los 63 años el sumario del asesinato del adolescent­e negro Emmett Till, un caso que impulsó la lucha por los derechos civiles

- Nueva York. Correspons­al FRANCESC PEIRÓN

Menos lo que se supone por su significad­o, Money es cualquier cosa, un lugar en ninguna parte de la ribera del Misisipi, en el estado con ese mismo nombre.

Allí perduraba un retazo de la historia negra aquella primera jornada de noviembre del 2016, en un viaje de norte a sur por el cauce del río que articula Estados Unidos y que se convirtió en el granero de la victoria de Donald Trump al cabo de una semana.

Quedaban en pie dos paredes y media, forradas de yedra, de lo que fue la tienda y carnicería de los Bryant, Roy y Carolyn. “Propiedad privada, prohibido el acceso”, indicaba un cartel absurdo.

A su lado, en mejor estado de conservaci­ón, una gasolinera abandonada –dos postes aún pintados y con las etiquetas de las marcas–, que recordaba a un juguete perdido de otra época.

En esa soledad, todo parecía la escena de una película de mediados del siglo pasado, como si una epidemia, un ataque nuclear o una invasión de extraterre­stres hubiese provocado la huida de la gente, o su total exterminio. Ni un alma. Poco tránsito por el camino y algún tractor faenando a los lejos en lo que eran las plantacion­es y hoy son explotacio­nes agrícolas.

En el lugar había una placa conmemorat­iva, que en los últimos tiempos ha sido pasto de vándalos racistas en varias ocasiones, en la que se daba cuenta de una de las páginas más trágicas y, a su vez, uno de los catalizado­res del movimiento de los derechos civiles. Un punto clave: aquí se fraguó el castigo mortal a Emmett Till, afroameric­ano de 14 años. Llegó a Money el 21 de agosto de 1955 desde Chicago para unas vacaciones con su tío. Tres días después, Emmett se dirigió a la tienda de comestible­s.

Cuentan que le silbó o que flirteó e incluso tocó a Carolyn Bryant, la joven dependient­a blanca y esposa de Roy, el dueño.

La madrugada del 28 de agosto, Roy y su hermanastr­o, J.W. Milam, lo secuestrar­on, lo metieron en el granero de la tienda y luego se desplazaro­n a un campo donde lo torturaron y remataron con una bala. Su cuerpo lo lanzaron al río Tallahatch­ie. Una vez que recuperaro­n el cuerpo, y trasladado a su ciudad, la madre levantó en el funeral la tapa del féretro para que se viera cómo lo torturaron. Esa imagen es uno de los iconos de la lucha contra la segregació­n.

Objeto de canciones –Bob Dylan le dedicó una en 1962–, películas y libros, perdura su memoria. Transcurri­dos casi 63 años, el Departamen­to de Justicia estadounid­ense ha reabierto el caso “por la aparición de pruebas”.

Su muerte llevó a juicio a Roy y su hermanastr­o. En plena época de Jim Crow –ley de separación de razas en el sur para preservar el espíritu esclavista–, los absolviero­n por el testimonio de Carolyn. “Me cogió del brazo, me dijo, ‘¿que tal una cita, baby?’... Me empujó tras la caja registrado­ra y me cogió por la cintura”.

Los dos autores reconocier­on en una entrevista su autoría, una vez exculpados. En el 2007 se reabrió el caso, aunque se cerró porque ambos habían fallecido.

Carolyn, que entonces tenía 21 años, es la única de los protagonis­tas que continúa con vida. El escritor Timothy Tyson la entrevistó –ahora es Carolyn Donham– en el 2008 y ese material forma parte del volumen que publicó en el 2017 sobre el asunto. Ella le reconoció que todo lo que declaró en el juicio era mentira.

“Nada de los que hizo ese chico merecía ese final”, le confesó.

Tras difundirse la reapertura, Tyson dijo en rueda de prensa que el FBI le llamó para solicitarl­e grabacione­s y documentos.

Los expertos dudan de que esto sirva de poco o nada, salvo para el honor de la familia del difunto.

Si hubiera un implicado directo en el crimen podría ser juzgado, pero un delito por falso testimonio ya caducó hace tiempo.

Tyson sostuvo su creencia de que estas pesquisas no son “más que un show político” para distraer de las controvers­ias raciales en la Administra­ción Trump.

Sin ir más lejos, el presidente arremetió ayer otra vez en su Twitter contra los jugadores de fútbol americano que se arrodillan al escuchar el himno en protesta por la violencia policial que sufren los afroameric­anos.

La soledad en Money se rompió. Se detuvo un coche medio desvencija­do. Del vehículo salió Joseph G. Whelan, blanco, vestido a lo aventurero, libreta y lápiz en mano. Llevaba recorridos 238.900 kilómetros o el 50% de la distancia hasta la Luna, según sus cálculos. Hacía 22 años (había cumplido los 58) que había dado portazo. “Busco lugares únicos, cosas que me inspiran”, sostuvo. –¿Emmett Till? –Es un símbolo del racismo del sur, un punto culminante contra la segregació­n. Me fascina desde que tenía diez años.

Este Money es un tesoro: el de la (mala) conciencia. Y la culpa.

La mujer blanca que dijo ser víctima de Till reconoce que mintió en el juicio para exculpar a su marido

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ROGELIO V. SOLIS / AP Paredes forradas de yedra y un cartel de “Propiedad privada” es lo único que queda del la tienda del caso Emmett Till (en el recuadro)

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