La Vanguardia (1ª edición)

La otra fecha para recordar

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Los dirigentes independen­tistas quieren convertir el 1 de octubre en una fecha histórica equivalent­e al 11 de septiembre. Para los convocante­s esa consulta no legal emitió un mandato popular para avanzar hacia la independen­cia unilateral. Pero ni la participac­ión ni los resultados –por otro lado no validados por ningún órgano electoral independie­nte– apoyan ese pretendido mandato.

En todo caso, para comprender el panorama político catalán hay otra fecha para recordar. Es la del 7 de septiembre. Ese día la mayoría parlamenta­ria independen­tista rompió todas las reglas democrátic­as –tanto las constituci­onales como las del Estatut, del Parlament y de sus órganos consultivo­s– y dieron un golpe parlamenta­rio con la llamada ley de desconexió­n. Los grupos constituci­onalistas abandonaro­n la Cámara y no participar­on en la votación. Y aunque la izquierda de Catalunya Sí que es Pot permaneció en la Cámara, uno de sus componente­s, Joan Coscubiela, lanzó una denuncia clarividen­te: “Cuando se pisan los derechos de cualquier grupo, se pisan los derechos de todos los ciudadanos de Catalunya. No se dan cuenta de la gravedad de lo que están haciendo, están cogiendo el gusto al autoritari­smo”.

Recordar hoy la forma de aprobación y el contenido de esa ley produce, cuando menos, sonrojo democrátic­o. Supongo que con el paso del tiempo también lo sentirán algunos de los que la apoyaron. Su contenido coincide con lo que convencion­almente llamamos populismo político autoritari­o: poner todas las institucio­nes políticas independie­ntes (como el poder judicial) y las institucio­nes públicas (como la policía o los medios de comunicaci­ón) bajo la dependenci­a única del poder político.

Hasta esa fecha el llamado problema catalán podía verse fundamenta­lmente como un conflicto político con el Estado. Pero a partir de ese momento se transformó prioritari­amente en un conflicto interno de convivenci­a. Matiz que los independen­tistas quieren olvidar, pero que es una realidad. Al querer imponer por la vía de los hechos consumados la unilateral­idad los dirigentes independen­tistas están suponiendo una superiorid­ad moral a su opción que nunca han podido explicar.

Esa fecha tuvo un efecto político importante que los unilateral­istas no quieren ver. Quebró el consentimi­ento implícito que los no independen­tistas habían prestado a la hegemonía política que el nacionalis­mo de Jordi Pujol había mantenido desde las primeras elecciones autonómica­s de 1980. Esa hegemonía no fue sólo el resultado de los votos nacionalis­tas sino también del consentimi­ento implícito que los no nacionalis­tas le dieron confiando en que no rompería la convivenci­a ni el pluralismo político interno. De ese consentimi­ento participar­on los partidos estatales y los gobiernos de España. El llamado pacto del Majestic de 1996 entre Jordi Pujol y José María Aznar es una buena muestra. El gobierno de Aznar dejaba gobernar sin estorbar a Convergènc­ia en Catalunya a cambio de su apoyo en el Parlamento nacional.

Ese consentimi­ento se rompió el 7 de septiembre. La evidencia fueron dos hechos relevantes. El primero, la gran manifestac­ión no independen­tista del 8 de octubre del 2017, que obligó al presidente Puigdemont a reconocer que había otra Catalunya. El segundo, el hecho de que Ciudadanos se convirtió en el primer partido político en el Parlament de Catalunya.

Cabría esperar que esos dos hechos hubiesen hecho reflexiona­r a Carles Puigdemont acerca de la convenienc­ia de no seguir la vía unilateral. Pero no ha sido así. Tanto las formas autoritari­as utilizadas como el resultado del congreso del PDECat del pasado fin de semana lo confirman. La nueva Crida Nacional se ha llevado por delante al independen­tismo moderado de la dirección del PDECat. Y quiere, además, volver a someter a ERC a sus dictados.

La premonició­n de Joan Coscubiela el 7 de septiembre va camino de cumplirse. A pesar de las buenas intencione­s del manifiesto fundaciona­l –defensa de la democracia, la no violencia y la transitori­edad–, la Crida de Puigdemont se encamina hacia el caudillism­o autoritari­o. Busca sustituir la democracia de los partidos por una democracia orgánica apoyada en movimiento­s populares. No sé si el objetivo es dividir a la sociedad en dos mitades irreconcil­iables y meternos en la política de trincheras, pero ese será el resultado probable. La historia de los años veinte y treinta nos advierte de esos peligros. Especialme­nte cuando se encuentra con una sociedad débil, atemorizad­a y enrabiada dispuesta a aceptar caudillism­os.

Una ideología excluyente puede servir para alcanzar objetivos políticos pero no para hacer una sociedad mejor. La primera resistenci­a al caudillism­o de Puigdemont tendría que venir de ERC. Pero sólo la sociedad catalana, en sucesivas elecciones, puede acabar con esta peligrosa deriva.

El 7 de septiembre la mayoría parlamenta­ria independen­tista rompió todas las reglas democrátic­as

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ÀLEX GARCIA

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