La Vanguardia (1ª edición)

El niño Coutinho

- Julià Guillamon

Es el tercer sábado de julio. Por la mañana ha llovido y parece un día de septiembre. Al anochecer, en el bar Roure no hay mucha gente. Entran dos parejas, con un niño pequeño en un cochecito y otro niño, de siete u ocho años, vestido del Barça de la cabeza a los pies. Lleva la camiseta de color vino, de la segunda equipación del año pasado, que tiene una franja fluorescen­te en los hombros imitando el trencadís, con el nombre y el número de Coutinho, los pantalones a juego, michetas y, para redondear lo que antes se llamaba el uniforme, unas zapatillas Munich de color amarillo. “Para Reyes quiero que me traigan el uniforme del Valencia, con el 9” (yo de pequeño era del Valencia como mi padre). Una vez en la vida te compraban un uniforme, enterament­e de algodón, sólo con el escudo bordado en el pecho. Ahora que la gente está tan uniformiza­da pero que todo el mundo tiene la idea de que es libre, independen­te y original, al uniforme se le llama equipación. Una de las madres habla con Santi y le pide juntar dos mesas, cerca de la tele. La primera idea es que, en una mesa solo, cene el niño, de cara a la pantalla. Pero al final se queda en un rincón de la mesa, junto a donde está aparcado el cochecito.

Me estoy un rato mirando como cenan. Una de las chicas es inglesa, vive aquí desde hace tiempo. Hablan en castellano. Son de ese tipo de gente que intentan imponer leyes al camarero, que no les hace ningún caso. Le explican los platos a la chica inglesa, que da la sensación que, salvo algún detalle, sabe todo de qué va. No llegan a los cuarenta años (quizás uno de los chicos pasa un poco) y están en aquella etapa en la que se tiene la impresión de que, por culpa de los niños, no pueden hacer lo que quieren. Hace unos años debieron pasar aquella otra etapa en la que la juventud ya no te llena y piensas que tienes que enderezar el rumbo con un niño. Ahora dejarían a los niños y volverían a salir, no necesariam­ente con sus parejas.

Al niño Coutinho la tele no le dice nada. Dan un partido de hockey que, sin sonido, parece todavía más lejano. Se apalanca el smartphone del padre y busca juegos. Yo lo observo desde atrás y voy controland­o sus movimiento­s. Primero es un juego del espacio: un tipo corre por el centro de la pantalla, con una escafandra rosa. Dispara hacia adelante y hacia los lados. Después aparecen unos tanques que forman un círculo, vistos desde el cielo: se apuntan unos a otros y hay explosione­s. Más adelante, un campo de fútbol, los jugadores se pasan el balón. El padre llena un tenedor con una gran cantidad de ensalada rusa y la deposita en la boca al niño, que la abre sin apartar los ojos del smartphone. No utiliza los mandos. Arranca el juego y se queda mirando cómo juega la máquina. Miro los dedos, para ver si, con un gesto mínimo, le da a los botones. Siempre he oido decir que los nativos digitales dominarán la tecnología como les dará la gana y que nos dejarán en calzoncill­os. Ahora aparecen en la pantalla unas bolas de acero como los pequeños sputniks del anuncio del Mundial de futbol. El padre llena otra vez el tenedor de ensaladill­a rusa y se la pone en la boca.

Siempre oigo decir que los nativos digitales dominarán la tecnología como les dará la gana y que nos dejarán en calzoncill­os

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