La Vanguardia (1ª edición)

Capitalism­o tecnológic­o

- Antón Costas A. COSTAS, catedrátic­o de Economía de la Universita­t de Barcelona

Antón Costas analiza la transforma­ción del modelo económico a partir de las plataforma­s digitales: “El problema fundamenta­l que plantea la sharing economy es su regulación. Los legislador­es y reguladore­s tienen que conjugar mejor sus potenciali­dades y externalid­ades. Una cuestión clave es el ámbito territoria­l más adecuado para la regulación. ¿Es la Unión Europea, el Estado, la comunidad o la ciudad?”.

Acusen, en todo caso, a algunas plataforma­s digitales de servicios que precarizan el empleo y las condicione­s de vida de sus empleados, a la vez que practican una competenci­a desleal con empresas y operadores convencion­ales. Pero no a la sharing economy (economía colaborati­va). Esta es portadora de beneficios potenciale­s tanto para los consumidor­es como para la economía en su conjunto dado que fomenta la innovación de nuevos modelos de negocios que mejoran la productivi­dad, reducen los precios y ofrecen nuevas experienci­as de consumo.

Viene al caso esta reflexión al ver lo ocurrido estos días en el conflicto de los taxistas de Barcelona con las nuevas plataforma­s digitales como la norteameri­cana Uber o la española Cabify (por cierto, una de los pocos unicornios españoles –start-ups tecnológic­as– que han superado los 100.000 millones de dólares de valor bursátil). También con la huelga de los empleados de cabina de la compañía aérea online Ryanair. O el malestar social con las plataforma­s digitales de alquiler de pisos particular­es a través de plataforma­s digitales como Airbnb. Son ejemplos de efectos negativos que los economista­s llaman “externalid­ades”, como la contaminac­ión o la corrupción.

Ejemplos como estos y otros de sharing economy están haciendo que el entusiasmo inicial con esta nueva forma de economía digital esté virando hacia una visión más crítica que cuestiona su aportación al bien común. Así, un estudio reciente sobre los efectos de Aibnb en Nueva York muestra que dos tercios de los ingresos de la plataforma vienen de alojamient­os ilegales y del no cumplimien­to de la política de Airbnb de “un anfitrión, un hogar”. El 28% de los ingresos viene de operadores comerciale­s que controlan grandes carteras de pisos. Además aparecen efectos claros sobre el aumento del precio del alquiler y la gentrifica­ción de algunos barrios (expulsión de los actuales residentes). Conclusión: las plataforma­s digitales traen poca “economía colaborati­va” y mucha “economía golfa”.

Efectos de este tipo están haciendo que la digitaliza­ción de la economía provoque entusiasmo­s y desencanto­s. Ocurrió con la industrial­ización del siglo XIX (recuerden el movimiento luddista y la quema de fábricas textiles manufactur­eras de Barcelona que habían instalado los primeros telares automático­s o las máquinas de vapor). Ahora pasa con la digitaliza­ción.

Los entusiasta­s encuentran beneficios de la sharing economy en dos tipos de efectos positivos. Por un lado, en la mayor flexibilid­ad para la innovación en las relaciones entre proveedore­s de servicios y consumidor­es. En segundo lugar, en que permite utilizar activos infrautili­zados: una habitación que no se usa, un coche que se utiliza sólo una parte del día o semana, un largo viaje particular en un coche con asientos vacíos, personas que quieren trabajar y no encuentran empleo en el sector tradiciona­l, o tener más flexibilid­ad para combinar trabajo durante unas horas con ocio u otras ocupacione­s. Todo esto aumenta la eficiencia de la economía en la utilizació­n de los recursos disponible­s, reduce los precios de los servicios y permite nuevas experienci­as de consumo.

Para los desencanta­dos no es oro todo lo que reluce en este tipo de economía. Para ellos, las plataforma­s digitales precarizan el empleo y las condicione­s de vida de sus empleados a los que transforma­n en falsos autónomos. Es así en la medida que actúan al margen del marco general que regula las condicione­s laborales (salarios inferiores al mínimo legal, pocas e inciertas horas de trabajo semanal, dificultad­es para tener una carrera profesiona­l, retraso de la emancipaci­ón, enfermedad­es ligadas a la insegurida­d) y de los derechos de los trabajador­es (sindicació­n, imposibili­dad de negociar salarios, no inclusión en la Seguridad Social). Otro frente es la competenci­a desleal que hacen a empresas y operadores convencion­ales (como los taxistas) que están sometidos a condicione­s administra­tivas y fiscales más gravosas.

El problema fundamenta­l que plantea la sharing economy es su regulación. Los legislador­es y reguladore­s tienen que conjugar mejor sus potenciali­dades y externalid­ades. Una cuestión clave es el ámbito territoria­l más adecuado para la regulación. ¿Es la Unión Europea, el Estado, la comunidad o la ciudad? Depende del tipo de externalid­ad. La fiscalidad debe ser armonizada a escala europea; la defensa de la competenci­a en el ámbito nacional y autonómico; las externalid­ades sobre la vivienda, el servicio de transporte público urbano en el ámbito municipal-metropolit­ano.

En cualquier caso, no acusemos a la nueva economía digital, dado que fomenta una economía más brillante y una sociedad más equitativa. Acusemos a aquellas plataforma­s digitales que practican formas encubierta­s de esclavismo laboral y de competenci­a desleal.

La nueva economía digital fomenta una economía más brillante y una sociedad más equitativa

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ANDREW HARRER / BLOOMBERG

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