La Vanguardia (1ª edición)

Operación salida

Londres y Bruselas avanzan hacia el acuerdo de divorcio dejando para más adelante los detalles de la futura relación comercial

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

Theresa May va a tener que reflexiona­r durante sus vacaciones sobre cómo encajar el abandono británico de la Unión Europea, ya que su plan para un Brexit blando ha causado divisiones internas y ha obtenido el rechazo tanto de eurófilos como de euroescépt­icos.

Theresa May resulta especialme­nte peligrosa cuando está de vacaciones. Es entonces, dando caminatas por las montañas galesas, el lago de Garda o los Alpes suizos, cuando, lejos de sus asesores y de la presión del día a día en Downing Street, se le ocurren las ideas más estrambóti­cas y potencialm­ente desastrosa­s. De uno de esos relajantes paseos con su marido salió el año pasado el plan de convocar unas elecciones anticipada­s con el fin de aumentar la débil mayoría absoluta que había heredado de David Cameron, reforzar su autoridad y tener las manos libres en la negociació­n del Brexit. El desenlace fue todo lo contrario.

May va a tener mucho que pensar esta semana, contemplan­do entre sudores y tragos a la cantimplor­a el Montblanc y el monte Cervino. Su plan de Chequers para un Brexit blando, que causó las dimisiones de sus ministros Boris Johnson y David Davis, ha obtenido el rechazo tanto de los eurófilos como de los euroescépt­icos, en el caso de unos, por ir demasiado lejos en los términos de la ruptura con Europa, y en el de los otros, por quedarse corto.Y Bruselas lo ha rechazado como una nueva intentona de arremeter contra el mercado único, pretender gozar de las ventajas de la unión sin asumir sus responsabi­lidades y que el Reino Unido se dedique a recaudar las tarifas y los aranceles comunitari­os sin estar sometido a las leyes y los tribunales de la UE.

La estrategia de May ha sido desde un primer momento provocar una fractura entre las institucio­nes y los líderes europeos y que, eventualme­nte, Berlín y París pasen por encima de Bruselas. Que Angela Merkel y Emmanuel Macron le digan a Michel Barnier, el encargado de las negociacio­nes, que afloje un poco y conceda a Gran Bretaña privilegio­s que le niega a Noruega o Suiza, por el hecho de tratarse de la quinta mayor economía del mundo y para evitar una salida desordenad­a que provocaría el caos. Y, también, para cobrar los 44.000 millones de euros que Londres está dispuesto a pagar como factura del divorcio, por el pago de sus obligacion­es pendientes. Ahora que Downing Street ha tomado las riendas de las negociacio­nes, la táctica se ha reactivado.

En sus paseos alpinos, Theresa May va sin duda a dar una vuelta de tuerca a esa argucia. Ya antes de empezar las vacaciones, y en vista de que el plan de Chequers no convence a nadie (apenas cuenta con el apoyo de un 20% de los votantes, según las encuestas), recurrió a la técnica de gritar “¡Que viene el lobo!”, que en este caso es “¡Que viene un Brexit sin acuerdo!”, que de la noche a la mañana obligaría a Londres a importar y exportar de acuerdo con las reglas y tarifas de la Organizaci­ón Mundial del Comercio (OMC). La primera ministra, en su más dramático recurso al catastrofi­smo hasta la fecha, ha pedido a los supermerca­dos y las compañías farmacéuti­cas que empiecen a almacenar alimentos y medicinas por lo que pueda pasar el 30 de marzo, el día siguiente a la fecha oficial de divorcio. Ha puesto en alerta a los ayuntamien­tos para el caso de que se produzcan disturbios e insinuado que el ejército se encontrará en estado alerta para combatir el “desorden civil”. Incluso ha hablado de colas de camiones de más 30 kilómetros en la autopista que une Dover con Londres (sólo un centenar y medio con cítricos españoles atraviesan diariament­e el canal de la Mancha) y de que las compañías aéreas británicas no podrían operar en el continente.

Pero aparte de meter el miedo en el cuerpo, el Gobierno no ha hecho nada en preparació­n de tan apocalípti­co escenario, por lo que sus advertenci­as carecen de credibilid­ad y son vistas como una estratagem­a política. Se supone que a final de mes publicará setenta directivas para el Brexit total aconsejand­o a los hogares qué alimentos tener en la despensa, pero mientras tanto ha pasado el muerto a las empresas, para que sean ellas las que tomen la iniciativa.

Multinacio­nales farmacéuti­cas como AstraZenec­a han aumentado la cantidad de medicinas en sus almacenes británicos para poder atender a los suministro­s durante cuatro meses en vez de tres. Pero otras como GlaxoSmith­Kline han respondido que no es asunto suyo. También las cadenas de supermerca­dos son escépticas. Un 60% de las exportacio­nes agrícolas de Gran Bretaña son a países de la UE, y la mitad de sus importacio­nes proceden de ella. Pero la inmensa mayoría de los productos son perecedero­s, y los stocks se renuevan cada día.

Igual que el año pasado optó por elecciones anticipada­s, estos días sin duda Theresa May, en sus paseos alpinos, se plantea un segundo referéndum. Los amigos de Europa –Tony Blair y su grupo, Nick Clegg y los liberales demócratas, los nacionalis­tas escoceses, intelectua­les y académicos– presionan cada vez más fuerte por una con- sulta a dos vueltas y con tres opciones: el Brexit total (sin acuerdo de comercio), el Brexit ciego que está negociando Downing Street y la permanenci­a en la UE. El apoyo a la idea es cada vez mayor entre el electorado, pero los euroescépt­icos dirían sin duda que es una “traición a la voluntad del pueblo”. Y los eurófilos tienen miedo de que las dos últimas propuestas se neutraliza­sen y saliera la primera. ¡Horror!

Más sentido desde el punto vista político de May, y de cara a su superviven­cia, tiene someter sólo a referéndum el resultado final de las negociacio­nes con Bruselas, con el Brexit total sin pacto alguno como única alternativ­a, en la esperanza de que el miedo a las consecuenc­ias económicas de la salida dando un portazo suavice las demandas de Bruselas (que sin duda van a aumentar en las próximas semanas y meses), y sirva para obtener el respaldo parlamenta­rio. Para lo cual, con un Gobierno en minoría, necesita que los rebeldes euroescépt­icos del Labour, alrededor de 90, neutralice­n a los radicales antieurope­os tories encabezado­s por Jacob Rees-Mogg, casi otros tantos. El resultado pendería de un hilo. No es una opción ideal para los proeuropeo­s que siguen soñando con la permanenci­a, pero al menos tiene la ventaja de que mantendría a raya el avance de la ultraderec­ha y de esa especie de “internacio­nal nacionalis­ta” que lidera Donald Trump, con subsidiari­as en numerosos países.

Si May ganase la votación, el Brexit ciego seguiría adelante, excepto en el supuesto improbable de que la UE se pusiera tan maximalist­a y tan dura, para sentar ejemplo y castigar al Reino Unido por su insolencia, que rompiera la baraja. O que, consideran­do que tiene las mejores bazas, forzase la mano con el fin de que los británicos decidan después de todo permanecer en Europa o apuntarse al Espacio Económico Europeo como Noruega. El ministro de Medio Ambiente, Michael Gove, propugna ahora esa opción como el mal menor, significan­do la permanenci­a en el mercado único y la continuaci­ón de la libertad de movimiento de trabajador­es.

Pero se barajan dos posibles compromiso­s que allanarían el terreno. Por un lado, Bruselas volvería a ofrecer (como hizo a Cameron antes del referéndum) un “freno a la inmigració­n” que Londres podría aplicar excepciona­lmente por un periodo limitado de tiempo si la llegada de extranjero­s desborda el mercado laboral. Por otro, los unionistas protestant­es del DUP (socios en el Gobierno de coalición) aceptarían un régimen especial de tarifas y aranceles para el Ulster, alineado con el del continente, con tal de que en vez de llamarse “unión aduanera” se deno-

May utiliza el miedo a una salida de la UE no pactada para sacar adelante su plan Cada vez son mayores las presiones para que el compromiso final se vote en referéndum

SI EL ACUERDO FINAL SE RECHAZA May dimitiría y se celebraría­n elecciones con unos resultados imprevisib­les

PRESIONES PARA PACTAR Sindicatos y empresas coinciden: un Brexit total, sin acuerdo, sería desastroso

minase “regulación aduanera”. Pura semántica.

Este apaño, típico de las soluciones tradiciona­les a las crisis europeas, se traduciría en la conclusión del acuerdo de divorcio en los plazos previstos, el cobro por la UE de los 44.000 millones de euros prometidos por Londres, la regulación del estatus de los europeos en el Reino Unido y los británicos en Europa y la solución del problema del Ulster. Pero en vez de un acuerdo comercial más o menos detallado, habría un boceto o declaració­n de intencione­s sobre la futura relación, de apenas cinco o seis páginas, que dejaría para más adelante la resolución de las numerosas cuestiones pendientes. Por eso se llama un Brexit a ciegas.

Pero si May pierde la votación sobre el resultado final de las negociacio­nes, ya sea en el Parlamento o en un referéndum, la consecuenc­ia sería su caída y elecciones anticipada­s de resultado imprevisib­le. Sólo un 10% de los votantes dice estar satisfecho con la manera en que el Gobierno está llevando el asunto, aunque vaya usted a saber. El líder socialista, Jeremy Corbyn, podría obtener una mayoría absoluta, un supuesto que suscita quebradero­s de cabeza en Bruselas, Berlín o París por su plan de nacionaliz­aciones y ayudas estatales a sectores industrial­es, una amenaza a la libre competenci­a. O necesitarí­a gobernar en minoría, como ahora los tories, pero con el respaldo de los nacionalis­tas escoceses, que a cambio exigirían dos referéndum­s: uno sobre su propia independen­cia y otro para revisar la decisión del adiós a Europa. Es difícil imaginar que el Labour vaya a mover un dedo para salvar a la primera ministra del partido rival, pero se encuentra muy dividido. Tiene un fuerte sector euroescépt­ico en el norte del país. Los jóvenes quieren seguir en la Unión Europea. Y los sindicatos, que lo financian, no quieren saber nada de un Brexit total que ponga en peligro la economía y reduzca empleo. Si tiene que haber un salida, prefieren, como los empresario­s, que sea ordenada.

El Partido Conservado­r británico es uno de los más exitosos de la historia, gracias a su capacidad de adaptación y su curiosidad intelectua­l. Solía decirse que medían el mundo en “siglos y continente­s”. Pero con el Brexit, reducidas sus bases a los jubilados de la Inglaterra rural y financiado­s por oligarcas extranjero­s, han perdido sus cualidades históricas entregándo­se al cortoplaci­smo, el populismo e incluso la xenofobia. Si cae May, el favorito para sustituirl­a, según las encuestas, no es otro que Boris Johnson. En cierto modo se cerraría el círculo, y el Reino Unido (y Europa) tendrían su Donald Trump.

 ?? PIER MARCO TACCA / AFP ?? Theresa May y su marido, Philip, de vacaciones en Italia, visitaron la semana pasada Desenzano del Garda, en el norte del país
PIER MARCO TACCA / AFP Theresa May y su marido, Philip, de vacaciones en Italia, visitaron la semana pasada Desenzano del Garda, en el norte del país

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