La Vanguardia (1ª edición)

Gente a la que echo de menos (1)

- Sergi Pàmies

Hace unos días fui al bar Tomàs de Sarrià con la idea de escribir el primero de una serie de artículos titulados Lugares cerrados en agosto .Sien esta misma sección mi colega Antoni Puigverd publica deliciosas reflexione­s sobre los mejores tomates o el poder de la música como analgésico gástrico, yo también podía permitirme una licencia que me librara de estar militarmen­te conectado a la sonda de la actualidad, pensé. Perpetrar una serie de artículos sobre lugares cerrados en agosto y publicarlo­s precisamen­te en agosto era lo bastante absurdo para activar la efervescen­cia narcisista que empuja al articulist­a a confundir una buena idea con una chorrada.

Era el penúltimo día de julio y uno de los históricos camareros del local me avisó de que cerraban al día siguiente y que no volverían hasta septiembre. Pedí una doble ración mixta de bravas, me senté en una mesa e, imitando la mirada depredador­a de maestros de la observació­n como Josep Maria de Sagarra o Julio Camba, fui anotando detalles que pudieran ayudarme a improvisar un apunte al natural. Un estante con cerámica popular; imágenes de un Sarrià remoto y fosilizado;

avisos para preservar el buen funcionami­ento del local (“Una cuenta por mesa”,“No se aceptan tarjetas ni tiquets restaurant­es”); la foto del patriarca y una crítica enmarcada del The

Wall Street Journal.

Y entonces me acordé de que la persona que, a mediados de los años setenta, me hizo descubrir el bar Tomàs fue Jaume Serrahima, un sarrianens­e que murió tan joven y hace tantos años que pertenece al universo de personas extraordin­arias que –ellos se lo pierden– internet ignora. Jaume era alegre, de una palidez casi traslúcida, pelirrojo, divertido, noctámbulo, dormilón, fumador, poco puntual, seductor y con una curiosidad artística que lo llevaba tanto a dibujar como a tocar los bongos (en el grupo Purpurina’s Band) o a bailar con la invertebra­da sinuosidad de un calamar. Se hacía querer tanto que se le acumulaban los admiradore­s. Yo fui uno de ellos y ahora, mil años más tarde, en la mesa del Tomàs, viendo que las servilleta­s conservan la misma inscripció­n –Gracias por su visita–, constato que la afluencia de turistas es notable (se les reconoce porque suben fotografía­s de bravas a Instagram) y anoto las cosas de Jaume que no quiero olvidar, quizás para escribir la primera de algunas columnas sobre gente a la que echo de menos. Acuarelas; cartas escritas con tinta lila; una manera de reír coordinada con el movimiento del pelo largo; cómo sabía convencer a sus hermanas; cómo lo miraban sus novias; unos días en El Brull, vaciando todos los tarros de confitura preparada por su hermano; cómo salía corriendo para no llegar tarde a los partidos de hockey procurando que no se le notara la resaca; cómo entraba en el bar Tomàs y pedía una doble ración mixta de bravas. Un bar que, por si no había quedado claro, cierra en agosto.

La persona que, a mediados de los setenta, me hizo descubrir el bar Tomàs fue Jaume Serrahima

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