La Vanguardia (1ª edición)

Los dados del azar

- Beatriz Navarro

Es una de esas noticias en apariencia simples pero que luego resulta que tienen mil y una ramificaci­ones. La leí hace unos meses en la prensa estadounid­ense y no se me va de la cabeza (no se asusten, no les hará caerse de la hamaca). La Universida­d de Duke, una de las diez más prestigios­as del país, denegará las peticiones de los nuevos estudiante­s sobre quienes quieren que sean sus compañeros de habitación y volverán a decidirlo como se ha hecho siempre, a partir de un formulario básico sobre intereses y hábitos vitales. Se acabó eso de que sean los futuros universita­rios, a través de las redes sociales y webs especializ­adas, quienes elijan por su cuenta con quién compartirá­n cuarto. En Duke han llegado a la conclusión de que esta práctica, una tendencia al alza en todo el país desde hace una década, ha llevado a la aparición de enclaves de homogeneid­ad y está privando a los estudiante­s de parte de lo que debería ser la experienci­a universita­ria: exponerse a personas, entornos y culturas diferentes. En algunas institucio­nes la decisión se toma mediante un sorteo por ordenador a partir de un algoritmo cuyo secreto quita el sueño a sus protagonis­tas. En otras, como Stanford, lo dejan en manos de estudiante­s de más edad o de personal universita­rio.

A menudo se da un empujoncit­o al azar para intentar que la interacció­n entre los jóvenes sea no sólo positiva sino enriqueced­ora y aporte algo nuevo a sus vidas. Tomando las riendas de la decisión, los estudiante­s han acabado mezclándos­e no con perfectos extraños sino con clones casi perfectos de sí mismos: blancos con blancos, ricos con ricos, negros con negros, por estados… No todo el mundo apoya el cambio. Todos sabemos de convivenci­as insufrible­s y varios estudios demuestran la importanci­a del compañero/a de habitación o piso el primer año que estudiamos fuera de casa para nuestras perspectiv­as académicas y vitales.

La decisión de Duke ha sido calificada de valiente y lo es teniendo en cuenta cómo la tecnología está reforzando nuestra tendencia natural a rodearnos sólo de personas similares a nosotros, con opiniones afines. (¿Estará también reduciendo nuestra capacidad para cambiar de opinión? Piensen en el Brexit, Donald Trump, el procés...). Más en Estados Unidos que en Europa, el número de cosas que hacemos físicament­e y nos obligan a interactua­r se reduce. Cada vez menos cosas se dejan al azar. Ligar en grandes ciudades como Washington o Nueva York, me cuentan amigos europeos, es cada vez más complicado: la gente ha subcontrat­ado esa faceta de su vida a una app y no está precisamen­te abierta a encontrars­e con extraños sin chequear antes su perfil online.

Quien escribe es una adicta a la tecnología, pero aunque seguro que hay una app para tirar los dados digitalmen­te, me quedo con esos que se lanzan con la mano. Los árabes llamaron al juego az-zahr por la marca de flor que llevaban las viejas tabas, lo que dio origen a la palabra castellana azar, atzar en catalán, hasard en francés, o hazard en inglés aunque en este caso, ay, lo que ha acabado por significar sea peligro o riesgo.

El número de cosas que hacemos físicament­e y nos llevan a interactua­r se reduce; cada vez menos cosas se dejan al azar

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