Nunca discutas con una soprano

ESCRIBÍ a cuatro manos con Josep Carreras sus memorias y recuerdo que dedicamos toda una tarde a hablar de Montserrat Caballé, entre otras razones porque su apoyo fue decisivo para que debutara en el Liceu. Caballé confió plenamente en aquel joven de Sants, que entonces trataba de usted a la diva. “Yo lo único que puedo decirle es que lo haré lo mejor que sepa”, le dijo Carreras a las puertas de su debut con Norma. Ella le contestó “sólo faltaría”, antes de darse media vuelta. Pero detrás de la diva había una mujer cálida y asequible, si bien podía resultar implacable y volcánica. Un día, ensayando en La Scala de Milan, con dirección de Franco Zeffirelli, se dio cuenta de que la escalinata por la que subía no era lo bastante estable y gritó como para derrumbar el templo operístico: “Questo è un teatro di merda”. Por eso Carreras siempre ha tenido presente un consejo que le dio en sus inicios el ayudante de un director de escena en EE.UU: “Never argue with a soprano” (Nunca discutas con una soprano).

Carreras ha sentido verdadera debilidad por Caballé, a quien consideraba su hermana mayor. Cuando le preguntaban cómo se sustentaba una pareja amorosa desigual en el escenario –pues ella era bastante mayor que él, de aspecto muy maternal y físicamente más rotunda–, él respondía que, “cuando canto con ella, estoy perdido como hombre: me enamoro”. Montserrat Caballé fue una gran diva, la mejor soprano desde que dejó de cantar Maria Callas. Y no me resisto a contar una anécdota divertida de ambos personajes, en el momento triste de su adiós. Fue cantando Adriana Lecouvreur en Tokio. En el dueto de amor del primer acto, a ella se le cayó un larguísimo pendiente en el escote. Sin pensárselo dos veces, Carreras pescó con sus dedos, y no poco pudor, el colgante de lugar tan delicado y se lo puso en la mano. Sin perder la frase, Caballé se lo volvió a colocar disimuladamente en la oreja. Genio y figura.