Caos en la red
El mes de mayo se celebró la reunión anual de accionistas de Facebook. No era precisamente un buen momento. La compañía liderada por Mark Zuckerberg estaba inmersa en su peor crisis como consecuencia del escándalo provocado por el asunto Cambridge Analytica (CA). El caso es conocido, pero lo resumo.
CA era una empresa de análisis de datos y comunicación estratégica –lo digo en pasado, ya ha cerrado– que, como mínimo, intervino tanto en las elecciones norteamericanas como en el referéndum del Brexit. Lo hizo de una manera encubierta, intencionadamente corrosiva. Como explicó el cerebro arrepentido de CA en una entrevista que como poco deberíamos convenir que era inquietante, pocas personas entendieron y aprovecharon el potencial de esa herramienta como Steve Bannon –entonces ya jefe de campaña de las elecciones que llevaron a Trump al despacho oval–. La empresa CA, usando técnicas psicográficas, actuó con un inequívoco propósito saboteador: su pretensión era manipular el comportamiento electoral de sectores muy bien delimitados de votantes. Y Facebook vendió a CA miles y miles de datos que fueron usados para llevar a cabo dicha operación de piratería digital con finalidades políticas. ¿Ilegal? La mercancía vendida eran datos personales entregados despreocupadamente por los usuarios, seguramente sin leerse las condiciones, a la imperial red social.
Cuando aquella mañana de mayo los accionistas de la compañía llegaron a la reunión, si levantaron la cabeza antes de entrar en el edificio, vieron una avioneta con una pancarta: “You broke democracy”. La acción la habían impulsado los grupos que integran la plataforma Freedom for Facebook. No protestan en el vacío. Porque más vale asumir que la capacidad de la red para transformar la democracia es indiscutible. Puede revelar verdades ocultadas, afortunadamente, pero difundiendo sin freno posverdad también puede provocar “el caos epistemológico” con el afán de desnortar “la masa posmoderna” (para decirlo con expresiones que Ferran Saéz desarrolla en Populismo, un ensayo que hay que leer).
Hace pocos días el presidente Trump afirmó públicamente que China pretende interferir en las elecciones legislativas que se celebraran en Estados Unidos de aquí a un mes. Lo dijo sin aportar prueba alguna en la sede de las Naciones Unidas y ante el embajador chino, durante un discurso que provocó cómica vergüenza ajena en buena parte del plenario y anunciando que altos funcionarios de seguridad nacional estaban en alerta máxima. Antes el director de la Comunidad de Inteligencia de Estados Unidos también había dicho que era plausible que algunas grandes potencias quisieran gripar el proceso electoral.
Es probable que Trump, aunque sea de una manera imprecisa, sepa de qué habla. Porque cada vez hay más indicios para concluir que su victoria del año 2016 no se habría producido sin el apoyo del espionaje ruso a través de la red. No se trata necesariamente de que la interferencia del Kremlin encaminara a votar a favor de Trump, pero sabemos a ciencia cierta que lo hizo seguro contra Hillary Clinton creando caos epistemológico con la pretensión de favorecer un presidente desestabilizador del orden mundial. Y su éxito fue tal que no es exagerado calificar aquel ataque cibernético como una de las operaciones encubiertas más exitosas de la vieja y siniestra historia de espionaje con copyright ruso. Lo leo en The New Yorker del 1 octubre –un U d’Octubre, el nuestro, que debería reconstruirse también en función del caos que durante horas saltaba de la calle a la red y de la red a la calle–. Lo explica la periodista Jane Mayer tras entrevistar a Kathleen Hall Jamieson, una profesora que durante 50 años ha analizado qué tipo de persuasión, cómo y en qué circunstancias puede influir en los votantes.
El artículo, entre muchos otros, desarrolla un ejemplo clarificador. Sabemos que horas antes de un debate entre Clinton y Trump, Wikileaks difundió correos de la cuenta de Gmail del jefe de campaña de la candidata demócrata. Habían sido robados por hackers rusos. Durante aquel debate, que vieron 66 millones de espectadores, la presentadora hizo algunas preguntas a Clinton derivadas del tratamiento perverso de la documentación robada. No podía ser de otra manera. Las fakenews habían generado una nube de polución tan enorme que el debate quedó embrutecido de aquel tóxico. Finalmente el periodismo serio no pudo hacer otra cosa que reforzar el estereotipo de Clinton como una política cínica. No había tiempo para contraargumentar, Trump remató diciendo que Clinton era una mentirosa. La misma dinámica se repitió a lo largo del siguiente debate. Con aquel caos se ayudó en el plan para que Clinton no ganara: muchos de sus potenciales votantes perdieron la confianza en ella y, gracias a su abstención en los estados clave, Trump obtuvo la victoria. Bannon ganó.
Debemos saber dónde estamos. La red, donde la innovación de entrada siempre dribla la legislación, es un océano abierto para la piratería. También para los corsarios de la política. Porque la red es una herramienta poderosísima de persuasión de la ciudadanía. Estamos dentro.
La victoria de Trump del año 2016 no se habría producido sin el apoyo del espionaje ruso a través de la red