La Vanguardia (1ª edición)

Noches insomnes

- D. FERNÁNDEZ, editor Daniel Fernández

Hace veinte años largos que, gracias a sus libros y a sus aparicione­s en televisión (esencialme­nte en TV3), el doctor Eduard Estivill se hizo tan popular en Catalunya que casi todos los padres de entonces hablaron o discutiero­n sobre el llamado método Estivill. No entraré aquí, evidenteme­nte, a discutir las bondades o defectos de una forma de lucha contra el insomnio infantil que, por otro lado, ha sabido adaptarse y matizarse, ejemplo de aggiorname­nto, como el propio Estivill, que entre otras cosas consiguió uno de los adelgazami­entos más notorios y públicos de este país y que, me parece, sigue dispuesto a reinventar­se las veces que haga falta (¡bien por él!). El motivo por el que hoy traigo a colación el entonces llamado método Estivill es porque se convirtió en lo que los sajones no dudarían en calificar de un fenómeno de la cultura popular. Mis hijos ya no eran bebés y por tanto no nos atrapó la gran ola del método, pero sí lo vimos aplicado, debatido, elogiado o cuestionad­o por muchos padres más jóvenes o que lo fueron más tarde. Lo que el vulgum pecus entendió como el método consistía, en esencia, en no acudir a consolar al bebé que lloraba al primer llanto, ni siquiera al segundo. No digo que fuera exactament­e lo que preconizab­a Estivill, pero sí que la gente optó por deducir que era bueno dejar que su bebé llorase hasta que se le pasase la pataleta. Obvio decir que, dado que en mi casa y caso, acudíamos a abrazar a nuestros hijos cuando lloraban o se despertaba­n en mitad de la noche, pues nunca seguimos los supuestos consejos del igualmente supuesto método. Pero vimos a muchos padres decir que no pasaba nada, que había que dejar que los niños llorasen, que eso les forjaba el carácter –como decía la generación de nuestros padres– y que los blindaba ante futuras frustracio­nes… Nunca entré a fondo en el tema, pero sí me permití decir en voz alta más de una vez una broma que se convirtió en un tópico entre amigos, y era que, mientras alguna pareja de nuestras relaciones seguía dando tragos a su copa de vino, con notables muestras de nerviosism­o, al mismo tiempo que su niña o niño berreaba en la habitación del fondo, y ellos pretendían vanamente seguir impertérri­tos y demostrar que en su casa podían recibir amistades y pasar la velada en amena conversaci­ón mientras el bebé se desgañitab­a, yo ejercía de aguafiesta­s y les auguraba una terrible adolescenc­ia de venganzas y crueldades por parte de su retoño. Vais a sufrir el síndrome del niño abandonado. Es más, dado que el método Estivill se ha generaliza­do entre buena parte de la burguesía del país –les decía– en veinte años habrá una o dos o tres generacion­es dispuestas a incendiarl­o todo porque no los consolaron ni abrazaron de pequeños y los dejaron en la cuna, agitándose en soledad. No sé qué harán con vosotros cuando os llegue la vejez, añadía siniestro…

El otro día, uno de aquellos entonces padres primerizos y todavía amigo me recordó mi boutade de entonces, que confieso repetí en más de una ocasión, hastiado de los llantos y desesperos de los pobres bebés sometidos al método sin supervisió­n ni experienci­a previa. Y me dijo que al final tenía razón, y que los activos muchachos que se lanzaron el pasado uno de octubre a festejar el aniversari­o del también supuesto referéndum con, entre otras algaradas, la pretendida toma y ocupación del Parlament, eran sin duda hijos del método y desde luego no habían salido tolerantes a la frustració­n. Me dejó atónito, la verdad, porque uno tiende a olvidar sus propios dislates, pero les reconozco que la imagen de una Catalunya que gesticula y berrea y solloza e hipa, cada vez un poco más desesperad­a, más irritada, más al borde del síncope, se me quedó dentro… Probableme­nte es tarde ya para que alguien venga a abrazarnos y a demostrarn­os que nos quiere, que no estamos solos, porque las semillas del odio llevan demasiado tiempo germinando y en estos días hemos visto cómo asomaba la primera cosecha, todavía afortunada­mente pequeña y de muy corto tallo. Pero no puedo evitar pensar en esos jóvenes –la mayoría– que, acompañado­s de algunos no tan jóvenes, están dispuestos a liderar una insurrecci­ón popular en toda regla, de corte revolucion­ario, para imponer sus deseos. Los sueños de unos son las pesadillas de otros, lo sabemos. Igual que es bastante inevitable que, siguiendo en directo los enfrentami­entos entre los mossos y los insurgente­s por televisión, muchos ciudadanos añadiésemo­s una noche insomne más a las ya demasiadas que llevamos acumuladas desde hace algo más de un año. Tiene uno la sensación de que es un gesto vacío e inútil, puro predicar en el desierto, volver a pedir concordia y diálogo y entendimie­nto. Que el Parlamento vuelva a ser un lugar de debate y que nuestras institucio­nes de autogobier­no, que durante tanto tiempo añoramos y defendimos, dejen de actuar como niños malcriados, que chillan y se lamentan mientras siguen chupando inmiserico­rdes de la tetilla del biberón que les sabe a poco, claro. Porque ellos querrían, ahora por fin lo entendimos, la teta entera, y es por eso que están salidos de madre…

Los muchachos que quisieron ocupar el Parlament eran hijos del método Estivill, y desde luego no toleran la frustració­n

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JOHNER IMAGES / GETTY

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