Imaginar una voz
Leyla Gencer descubre algunas óperas, Beverly Sills las graba y yo las canto”. (Montserrat Caballé).
Nombrarla es configurar un territorio, imaginar una voz irrepetible y recordar una relación de enamoramiento de 50 años entre la diva y “su” teatro (Gran Teatre del Liceu).
Diosa con un don inigualable, con un canto sin límites, virtuosa en sus prodigiosos pianissimi y extraordinaria administradora del aire en las legendarias
messa di voce, ¿podríamos seguir existiendo sin su recreación
de la Maria Stuarda de Donizetti? (escuchad ¡Deh! Tú di uno’umile preghiera del último
acto en la versión live en la Scala, 1971)
La superba no tuvo unos inicios fáciles en plena posguerra. En Barcelona, en aquellos días complejos (con desahucio incluido), escuchaba discos antiguos mientras soñaba con viajar a América.
Frustrada por no poder continuar sus estudios de canto en el Conservatori del Liceu, encontró el inestimable apoyo de la familia Bertrand, quienes también la pusieron en contacto con Conxita Badia (embajadora de la música de Granados y Falla, a quien conoció). “Ella me enseñó a cantar con el alma y no con la voz”, decía Caballé. Escuchar en vivo una Aida con Mario del Monaco y Renata Tebaldi, era como estar delante de una pastelería sin dinero: “¿Podré un día cantar estas heroínas?”, soñaba.
Después de Barcelona vendrían los años de formación en Basilea y Bremen, el esperado retorno al Liceu para debutar con Arabella (referenciado por el crítico y compositor de este diario Xavier Montsalvatge) y el momento en que todo cambia:
Lucrezia Borgia en el Carnegie Hall de Nueva York sustituyendo a la Horne (que estaba dando a luz). Nunca se ha conocido un éxito tanto fulminante como aquel.
Desde Nueva York a Salzbur-
go y de Viena a Milán y con nombres como Karajan, Bernstein, Muti, Abbado o Levine... no hubo escenario ni director que se resistiera al embrujo de una voz que rompe las reglas de la física. La manera en que hacía flotar el sonido, (parecía que podía estar 3 o 4 páginas de la partitura sin respirar) es proverbial. Barcelona fue testigo de esta magia (y generosidad) en unos años donde atraer a las grandes figuras era muy difícil.
Sin su hermano Carles Caballé tendríamos que imaginar una carrera completamente diferente. Él cuidó la selección de papeles, el control de las tesituras, las fechas entre funciones... Montserrat Caballé se encontró cómoda en un repertorio muy extenso: del gran spinto italiano al bel canto, con extraordinarias incursiones en Strauss y Wagner. No muchas cantantes han conseguido esta versatilidad, más allá de la Callas.
Fotogramas en mi retina: el icónico abrazo con Josep Caminal, ante un teatro consumido por las llamas, innumerables recitales y algunos recuerdos personales: una visita en el Liceu en la que se escucha una voz haciendo arpegios acabados con nota aguda sostenida... “¿Quién hay?”, pregunta un técnico desde platea. “Soy la Caballé, estoy probando”. Humilde, espontánea y comprometida. Recuerdo haber tenido una divertida reunión en el Palau de la Música Catalana, en el despacho de la sra. Mariona Carulla, para cerrar un recital en beneficio de una fundación. Quedará pendiente el último recital en Catalunya (que acordé con ella, anunciado y posteriormente cancelado en el Auditori de Girona). La poética de las cosas que quedarán ya pendientes para siempre.
Mientras la Callas hablando de quien podría ser su sucesora, dijo: “Sólo Caballé”; la Tebaldi concluyó: “Caballé es la última
prima donna”. Con una iconografía propia y una marca personal estudiada, era capaz de conmover en las profundidades del alma: desde Violeta en Isolda, pasando por Imogenes, Norma, Amelia, Donna Elvira, Aida o Salomé (la preferida de Pavarotti).
De la misma forma que Zubin Mehta anunciaba en la Scala, en los años cincuenta, el estreno de
Turandot, hoy también decimos: “Signore e signori, la Signora Caballé no può cantare questa sera”.
¡Infinitas gracias por tantas joyas sonoras que ya quedan para la eternidad!