La Vanguardia (1ª edición)

La última pasajera del vuelo de Almería

- Joaquín Luna Barcelona

Desde que falleció el gran Manolo Escobar, es raro ver artistas en el vuelo diario de Almería a Barcelona. Es un aeropuerto revaloriza­do por la modernidad o, para ser precisos, la falta de ella: todos los pasajeros se dirigen a pie por la pista hasta el avión. Aquel domingo 21 de mayo del 2017, no todos lo hicieron porque la gran Caballé, gafas oscuras, fue conducida en silla de ruedas y embarcó la última para sentarse en primera fila.

Quizás fue su última actuación o quizás ni siquiera fuese una actuación pero lo cierto es que la noche anterior había estrenado en España el espectácul­o La magia de la ópera en el marco del Festival de Teatro de El Ejido, icono del milagro horticulto­r, los mares de plástico y una afluencia de dinero que ya tocaba.

Estuvo muy cariñosa con un público “de provincias”, sin exigencias y feliz por tener cerca a una gran dama de la ópera. La Caballé cantó poco pero cantó La tarántula de la zarzuela La Tempranica con su hija Montserrat Martí, entre otras piezas. No está de más recordar que la Caballé –muy catalana– fue siempre acogida con mucho cariño en toda España. El afecto era mutuo porque en ese teatro de El Ejido se dijo ilusionada por el estreno “en España que es nuestra patria tan querida y tan añorada siempre cuando se está por el mundo”.

Era encomiable aquel esfuerzo físico por actuar en un pueblo de Almería, con el mismo respeto dispensado a públicos como los de Pekín en 1989, el Carnegie Hall en 1994 o la Unesco en París (las tres veces que la vi sobre un escenario). Fue una diva pero no se le cayeron los anillos en estos años de inevitable declive: donde no alcanzaba la voz o las piernas, Montserrat Caballé tiró de humanidad y ganas de alegrar a públicos no muy operístico­s.

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