El atractivo rompeolas
Una imagen a la vez deliciosa e informativa. Vale la pena deslizar la mirada observadora y minuciosa para aquilatar cuanto allí sucede, que no es poco, con el fin de, a renglón seguido, perfilar las causas que lo han motivado, amén de valorar la reacción ciudadana.
La escenografía que envuelve el conjunto seguro que encantaría a ciertos pintores cubistas; no hay más que fijarse en la rotundidad de la geometría lineal que exhiben tantas mesas, diez, pero se intuye que hay muchas más, y también con una rotundidad mayor se imponen los bloques de hormigón de ochenta toneladas, colocados con asimetría.
Sorprende que haya tanta gente, pese a que no es, sospecho, un domingo de verano. Estamos en los años 30. La mayoría va bastante vestida, aunque sin gabán; menudean los sombreros, uno de ellos de paja, y también las gorras. Es un domingo, sí, y soleado, pero quizá de primavera avanzada, pues algunas mujeres muestran ya deseos de aligerar la vestimenta.
Los que se arraciman en las mesas disfrutan del hedonismo imperante: silencio, rumor de oleaje suave, la brisa acariciante, la suavidad agradecida de los rayos solares, respiran aire puro perfumado por el salobre, tienen la sensación de que han conseguido alejarse del mundanal ruido.
Los que permanecen en pie no parecen estar a disgusto, pues otean la mar plácida. Al fondo, una madre lleva en brazos al chiquillo. Y unos niños juegan.
No sé si los pescadores de caña preferirían el silencio. Algunos habían llegado a construir con sus manos unas estructuras de madera para poder estar casi sobre el agua.
Una embarcación colmada de pasajeros surca las aguas, pegada a la orilla. Estampa mediterránea. Se adivina que es el final del espigón, donde primero habían levantado un pequeño faro y unos decenios más tarde se instaló el bar restaurante Porta Coeli.
Barcelona vivía de espaldas al mar, y se había acostumbrado. Un siglo antes, más o menos, había cobrado prestigio el paseo de la muralla de mar, tanto como paseo de carruajes y también de simples paseantes. Era un alivio disfrutar con la mirada lanzada hasta el horizonte y respirar a pleno pulmón. A veces se sumaba algún que otro cantante de ópera extranjero para ponerse a tono antes de actuar.
Después, una vez derribada la muralla, el rompeolas fue el sucedáneo. Y hasta este punto ponían rumbo las muy queridas Golondrinas, a partir ya de la Exposición Universal de 1888, precedidas con unos años de antelación por el pequeño vapor Pubilla y mucho antes por una góndola a lo veneciano.
La gente era de conformarse, y sabía sacar partido de lo poco, que, con tal predisposición psicológica, era mucho. Que ustedes lo pasen bien, y hasta la próxima, que puede ser el domingo siguiente.
En una Barcelona de espaldas a la mar, aquel lugar se convirtió en un foco de atracción