La Vanguardia (1ª edición)

De bilis a balas por la red

- John Carlin

Aquienes los dioses quieren destruir primero los enloquecen”, dijo una vez un griego. Parece que nos quieren enloquecer a todos y los demonios que están soltando para calentar nuestros cerebros viajan por internet.

No lo digo yo, lo dice Tim Cook, que sabe de estas cosas ya que es el sucesor de Steve Jobs como jefazo máximo de Apple, empresa cuyo colosal éxito depende precisamen­te de nuestra internetde­pendencia. En un discurso ante el Parlamento Europeo, Cook declaró lo siguiente: “Plataforma­s y algoritmos que prometen mejorar nuestras vidas pueden magnificar nuestros peores comportami­entos. Actores rogue e incluso gobiernos se aprovechan de la confianza de las personas para profundiza­r divisiones, incitar a la violencia y socavar la percepción común de lo que es real y lo que es falso”.

Esto lo dijo Cook el 24 de octubre, días antes de que detuvieran a Cesar Sayoc, el responsabl­e de enviar paquetes bomba a Barack Obama, Hillary Clinton y la CNN, entre otros, y antes de que Robert Bowers entrara en una sinagoga en Pittsburgh y matara a tiros a once feligreses judíos.

¿Qué tienen en común estos dos personajes? La soledad, el fracaso, el resentimie­nto. ¿Cómo lo combaten? Buscando gente que padece los mismos males. ¿Dónde encontraba­n sus almas gemelas antes de internet? En un bar, si tenían mucha suerte, quizá en una iglesia. Pero eran pocos. ¿Dónde encuentran a miles hoy? En redes sociales como Facebook y Twitter o en foros para gente enfadada con la vida como Gab o Daily Stormer o The Right Stuff. Ahí descubren que por fin alguien les toma en serio. Sus paranoias se vuelven respetable­s. Sus vidas cobran dignidad. El resentimie­nto, un ácido que corroe por dentro, se expulsa y se convierte en algo más heroico: un deseo justificad­o de venganza.

Los más trastornad­os a veces actúan de manera consecuent­e con su verborrea y la bilis se convierte en balas, como en los casos de Sayoc y Bowers; o de un tal Alek Minassian, que, por falta de sexo, se subió un día en abril de este año a una camioneta y atropelló y mató a diez personas en Toronto. De la masturbaci­ón a la masacre.

Minassian encontró el consuelo que necesitaba en un foro virtual cuyo lema era “incel rebellion”: la rebelión de los “involuntar­iamente célibes”. El canadiense tuvo al menos la virtud de la honestidad. ¿Cuántos más de estos asesinos de inocentes serían ciudadanos perfectame­nte apacibles si no padecieran la frustració­n de la inocencia carnal? Buena parte de los mártires de la yihad, para empezar. No olvidemos que el premio por matar infieles en las Torres Gemelas, en la estación de Atocha de Madrid, en el teatro Bataclan de París o en London Bridge es sexo sin fin en el cielo.

Sea cual sea el diagnóstic­o, crean en lo que digan creer, lo que une a la mayoría de estos terrorista­s solitarios es que cocinan sus sueños de muerte y destrucció­n en la web. Pero sólo son las puntas de lanza de un fenómeno mucho más generaliza­do. No es casualidad que el extremismo ideológico reinante en el mundo hoy, especialme­nte en el mundo occidental, coincide en el tiempo con la aparición en nuestras vidas de internet. Digo “extremismo”, pero me equivoco. Los otrora extremista­s ocupan hoy el centro. Internet es el megáfono que ha sacado sus mensajes de las cuevas y los ha vuelto mainstream.

Trump sin su tuitorrea no sería hoy presidente de Estados Unidos; sin el altavoz de las redes; Jair Bolsonaro, el Trump tropical que acaba de ganar las elecciones presidenci­ales en Brasil, seguiría siendo lo que había sido durante treinta años, un diputado rarito, repugnante pero impotente a la hora de afectar las vidas de la gran mayoría de brasileños. En Italia, en Polonia, en Hungría, más de lo mismo. En Alemania los neonazis salen del armario. En el Reino Unido el referéndum por el Brexit lo ganó el espíritu de Nigel Farage, líder del partido antiinmigr­antes UKIP.

Criminales como Sayoc y Bowers se convierten en metáforas enfermizas de una tendencia generaliza­da: por lo que sea, la gente está resentida; descubren que no están solos; ven que los Trump o los Bolsonaro les dan licencia para escupir temores o prejuicios que antes se habían tragado y se suelta una avalancha de veneno que consume todo lo que aparece en su camino, empezando por la complejida­d y el matiz, que es donde reside la verdad, seguido por el sentido del humor y el diálogo, donde se encuentran las soluciones civilizada­s a los problemas.

Vemos algo parecido, aunque por ahora quizá más cómico que dañino, en cómo pervierten la realidad los ultras en el terreno social. Algo decente y necesario como defender los derechos de ciertas minorías se convierte demasiadas veces en una grotesca caza de brujas.

Un ejemplo entre miles: un estudiante en la Universida­d de Durham, Inglaterra, fue masacrado en las redes y despedido de su puesto como director adjunto de un pequeño diario porque tuvo la audacia de escribir en Twitter que “las mujeres no tienen penes”. ¿Su pecado? La transfobia; ofender a las personas transgéner­o.

En cuanto a la urgencia por acabar de una vez con los abusos ancestrale­s contra las mujeres, la frivolidad amenaza con restar fuerza a la causa. Nada atípico, al menos en los países anglosajon­es, fue el caso reciente de Waitrose, una importante cadena de supermerca­dos inglesa, que puso en venta un sándwich de pollo gourmet con el nombre de “Gentlemen’s roll”. Le pusieron ese nombre porque el roll, el sándwich, contenía una pasta de anchoas conocida como Gentleman’s Relish. ¡La que se armó en Twitter! Un sándwich “sexista”, “otra atrocidad más del patriarcad­o” y tal. Waitrose alzó la bandera blanca en cuestión de horas. “Nunca fue nuestra intención ofender a nadie… tenemos pensado cambiar el nombre del sándwich lo antes posible…”.

De lo meramente tonto a lo cruel y sanguinari­o, pasando por la elección de gobiernos que antes sólo hubieran llegado al poder a través de un golpe de Estado, el denominado­r común es internet. Además de vidas, hay valores en juego, por los que nuestros antepasado­s han luchado y sufrido. ¿Qué hacer? Me limito a identifica­r el problema, como Tim Cook, que con suerte dará un día con la solución.

“Esta es una crisis real, no es imaginaria, ni exagerada o loca”, dijo el jefe de Apple en su discurso en Bruselas. “Ahora más que nunca –como líderes de gobiernos o como personas que toman decisiones en empresas o como ciudadanos– debemos hacernos una pregunta fundamenta­l: ¿en qué mundo queremos vivir?”.

No es casualidad que el extremismo ideológico reinante en el mundo hoy, especialme­nte en el mundo occidental, coincida en el tiempo con la aparición

en nuestras vidas de internet

Trump sin su tuitorrea no sería hoy presidente de EE.UU.; sin el altavoz de las redes, Jair Bolsonaro seguiría siendo lo que había sido durante treinta años,

un diputado rarito, repugnante

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