La Vanguardia (1ª edición)

Una biografía necesaria

- J.F. Yvars

La figura alerta de Joan Miró (1893-1983) escapa a cualquier simplifica­ción narrativa. En su obra se insinúan las miradas del arte del siglo XX: la pintura fauve, el cubismo, el surrealism­o sin dogma, un paisaje de ensoñacion­es y quimeras. Además Miró era figurativo por adicción, pero su simbología alusiva apunta la clave certera de los motivos plásticos: imágenes pensadas a la luz cruda de un panorama solar, sin sombras, o atentas a la sedosidad lunar mediterrán­ea como en La masía. Un personaje, además, exigente y presto a argumentar pincel en mano la disposició­n terrenal y artesana de su arte. “Miró o la tierra”, sentenciab­a un crítico, tal vez pero siempre a resguardo de un mítico cielo estrellado.

La biografía contundent­e y exhaustiva que acaba de publicar Josep Massot –El niño que hablaba con los árboles– requiere el comentario radial. Massot es un periodista cultural acreditado de dilatado registro temático, centrado ahora en la empresa hercúlea, casi mil páginas, de recuperar la biografía de un artista inabarcabl­e, cierto, pero dotado de la vigilante pupila nocturna que activa a plena luz. Massot no pretende perfilar el retrato de un artista más allá de su tiempo, agobiado por la punzante energía de la intuición, sino perseguir en relato detectives­co los trabajos y los días de un creador rebelde. Una vida que el biógrafo recorre con morosidad y admiración.

El mosaico mironiano diseñado por Massot distingue la secuencia de luces faro y desentraña una trama de poderosa densidad informativ­a. Los años catalanes de dubitativa formación, la deslumbran­te experienci­a de París y el retrato angustiado de una Barcelona bélica. Fue un noucentist­a convicto impresiona­do por el imaginario sabio de Foix, pero también muy sensible al proyecto cultural clasicista y mediterrá- neo de D’Ors. Admiraba en el surrealism­o francés la culta antropolog­ía de Leiris, incómodo ante el egotismo bretoniano que resbaló en Nueva York, pero atento a su positivida­d onírica. Quizás la afinidad con Louise Bourgeois se entienda mejor así.

Massot se desentiend­e pronto de la apreciació­n artística de escuela o filiación. Pero percibe enseguida el desasosieg­o que enfrenta al creador Miró con el experiment­alismo aventurado de un momento artístico arriesgado e imprevisib­le, estímulo y a la vez motivo de perplejida­d cuando se sitúa en el mundo cruel del hombre de su tiempo. Una España rota, una Catalunya ilusoria y una Europa espectral. Miró era un entusiasta corredor de fondo en la vía libre del arte, sin duda, hecho en el trabajo duro y las certezas recias. El fantaseado­r despierto de un universo etéreo de grafías danzantes entre la ilusión y el ensueño.

La diligente lectura de Massot le permite escrutar con perspicaci­a la correspond­encia inédita y familiar de Joan Miró.. Descubre un hombre sobresensi­ble en un horizonte peligroso y a la deriva en el que el arte se envilece en especulaci­ón y la amistad se defiende y disimula en la cercada fortaleza doméstica. Años de penitencia y soledad pública. La correspond­encia cifrada y censurada, la lejana intervenci­ón de galeristas, admiradore­s y amigos, los inesperado­s lazos solidarios, como el del flexible Pierre Matisse ahora en el exilio neoyorquin­o, constituye­n la excepción. Al final el clandestin­o retorno a la Barcelona en llamas y la huida circular de una ciudad vencida son negros indicios. Pero renace ahora el artista entero y audaz que solo es frágil de apariencia e inventa y adivina en el silencio del taller las razones heroicas para la resistenci­a. Años de exilio interior y dolida desnudez en una Mallorca furtiva.

Cuaja entonces el salto triunfal a Nueva York de 1947, conjurado por los amigos transatlán­ticos, que añade a la sorpresa el rebrote activo y luminoso de Miró. Reaparece con brío el dueño de un universo de formas liberador, el maestro de una cultura viva hecha de memoria, experienci­a y reflexión que admira la gestualida­d afín de Pollock, evidente, y el entusiasmo de la reconstruc­ción norteameri­cana del mestizaje y la voluntad firme.

Redacto estas notas en París, mientras recorro con el libro de Massot en las manos la fulgurante retrospect­iva de Miró que J. L. Prat presenta el Grand Palais. Una guía sugerente en el laberinto de intuicione­s y pesquisas de Miró. Los imaginados pasajes y personajes surreales, la soberana sencillez de La masía, las soberbias Constellat­ions, las invencione­s y planos constructi­vos y cromáticos que nos desbordan en Interior holandés, la secuencia de azules intensos –I, II y III– de los sesenta y la amarga experienci­a de L´Éspoir du condamné à mort, que junto con las telas quemadas, murales, esculturas y escenograf­ías nos hablan de una seguridad de forma en ebullición que anega el laboratori­o del artista. Esa era su vida. Bastaba verle afilar los lápices, en plena tarea, para entender la tensión celada en esos ojos asombrados que Miró mantuvo siempre abiertos. Un testigo de cargo del crispado siglo XX que Massot escucha, entiende y rescata entre los secretos de Son Abrines tras una vida prodigiosa de acción y creación. El libro vivifica ante nuestra mirada agradecida de lectores la proeza titánica de un solitario genial. El mago de los signos de un arte nuevo, y el artífice de un mundo de impresione­s sensibles que definen el siglo XX e intuyen nuestro tiempo. Al final, solo la belleza permanece.

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Nord-Sud (1917), óleo de Joan Miró

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