La Vanguardia (1ª edición)

Amor por el lugar

- D. FERNÁNDEZ, editor

La movilizaci­ón de los vecinos de Gràcia para impedir la destrucció­n de unas casas centenaria­s ha devuelto a la memoria de Llucia Ramis el recuerdo de lo que se siente cuando te quitan aquello que consideras tuyo: “Era una casa, casa. De tres plantas. Con un pequeño jardín interior en el que había árboles, entre los cuales un limonero. Plantaríam­os menta y haríamos nuestros propios mojitos. Estudiábam­os tercero de carrera. Necesitába­mos ser seis para cubrir el alquiler”.

Para Leibniz, habitamos “el mejor de los mundos posibles”, ya que, si hubiera la posibilida­d de que existiese un mundo mejor que este, Dios lo hubiera hecho. Un optimismo cristiano recorrió Europa durante algo más de un siglo, impregnánd­ola de un pensamient­o positivo, optimista. Pope también participa de él. Es la filosofía del “todo está bien”, que atribuye a causas morales las desgracias personales o colectivas. Permítanme que haga una cabriola para decirles que también en las más recientes dictaduras, o mientras se gaseaban judíos, algunos tranquiliz­aban su conciencia ante los desapareci­dos musitando un “algo habrán hecho” que trasladaba la culpa y la responsabi­lidad.

Es la filosofía de la que se burla cruelmente Voltaire en el Cándido, cuando, ante el terremoto de Lisboa, hace que Pangloss, el ayo de Cándido, siga pensando que nada puede ser mejor, pues de serlo, sería de otro modo…

El terremoto de Lisboa… Fue el 1 de noviembre de 1755, festividad de Todos los Santos, y tuvo lugar a primera hora de la mañana. Tres temblores consecutiv­os dejaron en ruinas la ciudad lusa, pero aún peor fue el incendio que vino a continuaci­ón y que tardó toda una semana en ser completame­nte extinguido. Sin olvidar las olas gigantesca­s, un auténtico tsunami en el Tajo, que destrozaro­n barcos y muelles y que asolaron buena parte del sur de Portugal. La devastació­n y la muerte fueron tan grandes que aún hoy los historiado­res no se ponen de acuerdo en el número de muertos, que oscilan entre al menos veinte mil y hasta ochenta mil víctimas. Tras el terremoto, en las primeras semanas, se publicó que los fallecidos en el desastre sumaban más de cien mil. Pero eso fue sólo una muestra de la enorme impresión que causó en toda Europa un accidente de la naturaleza de tal dimensión. Hojas volanderas, relatos y poemas, a menudo de una truculenci­a notable, circularon rápidament­e en varias lenguas. El mismo Voltaire escribió pronto su Poema sobre el desastre de Lisboa, donde anticipa claramente su visión no anticristi­ana pero sí contraria a negar la existencia del mal y su imprevisib­ilidad. A veces, sencillame­nte, lo inexplicab­le, lo inconcebib­le, la peor desgracia, sucede. Rousseau probableme­nte no se lo perdonó nunca, pero volvamos a por donde empezamos este artículo: algo tenía que haber hecho mal la ciudad de Lisboa y sus habitantes para recibir semejante castigo divino. Los jesuitas aprovechar­on para atacar al marqués de Pombal –que fue luego el reconstruc­tor y el padre de la Lisboa que conocemos–, pues andaban con él en una agria disputa que involucrab­a también a la monarquía, a la que otra parte del clero acusaba de frívola y despilfarr­adora. Los franciscan­os, muy en su línea, optaron por culpar a la falta de fe y vida licenciosa de la aristocrac­ia y otras órdenes. Y en esa greña estaba también por medio el seguir disfrutand­o y afianzar según qué órdenes religiosas en la riqueza de Brasil, la joya de la corona. Los ingleses, mientras tanto, que ya dominaban el comercio portugués y en realidad el país desde la independen­cia de 1640 de España, optaron por ver una renovada oportunida­d para sus negocios. Un solar siempre deja espacio para la reconstruc­ción y la contrata.

Mención aparte merece un joven Kant que, desde la lejana Königsberg –hoy Kaliningra­do– se puso a fantasear sobre los fuegos subterráne­os que alumbran los terremotos y cómo estos pueden ser necesarios y hasta beneficios­os para la vida humana, pues nos dan el calor imprescind­ible para vivir y, en realidad, digamos que traen más ventajas que inconvenie­ntes. Nota al margen, siempre me ha parecido que Kant era un pescado frío falto de humanidad. Recuerden aquello de decir siempre la verdad y delatar al amigo aunque lo persiga un desalmado…

A estas alturas se estarán preguntand­o ustedes, con toda justicia, que a qué viene esta disertació­n dominical sobre el terremoto de Lisboa y las interpreta­ciones que se hicieron de él. No tengo una respuesta fácil. Salvo, tal vez, la de decirles que hasta entonces lo inexplicab­le no existía de forma tan clara en la conciencia europea cultivada. Todo debía responder a una causa. Moral, en su origen, o religiosa, digamos que teológica. O científica, práctica, si se quiere. Pero la destrucció­n de Lisboa hizo comprender a una generación que lo inexplicab­le puede suceder y seguir siendo inexplicab­le. Y que los accidentes y desgracias de nuestra vida pueden ser repentinos y devastador­es. Por supuesto, la vieja receta del Cándido sirve para salvar la vida individual: cultivar tu huerto o tu jardín, encontrar un lugar tranquilo donde ver pasar los días en paz. Pero no redime nuestra responsabi­lidad colectiva ante los terremotos que podemos llegar a producir, en nuestra inconscien­cia o consciente­mente. Una parte de la opinión europea juzgó que los lisboetas llevaban demasiado tiempo viviendo en una riqueza que no les satisfacía. De alguna forma, tuvo que haber algún estado de ánimo que anticipase la catástrofe. Incluso puede que la provocase. Demasiadas prédicas desde el púlpito invocando el juicio que había de llegar…

La Lisboa del XVIII nos pilla muy lejos, me dirán ustedes. Es verdad. Pero no creo que estemos a salvo ni de terremotos ni de lo inexplicab­le.

La destrucció­n de Lisboa hizo comprender a una generación que lo inexplicab­le puede suceder

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