La Vanguardia (1ª edición)

El pasado ya pasó

- Jordi Amat

Durante estos días, conmemoran­do el fin de la Primera Guerra Mundial, se ha escenifica­do el relevo del liderazgo de una idea renqueante del europeísmo. Con el retrovisor mirando hacia atrás y mientras los negociador­es del Brexit llegaban a un primer acuerdo, se han encadenado estampas de un traspaso simbólico: la cancillera Merkel, tras anunciar que no se presentarí­a a la reelección, entregaba el testigo al presidente Macron. Parecía planificad­o por un director teatral educado en la vieja escuela de la grandeur. Primero fue la fotografía de Macron y Merkel sentados en la reproducci­ón del vagón donde en 1918 se firmó el armisticio. Después los dos, el uno junto al otro, descubrier­on una placa en el Memorial de la Clairière de Rethondes que quiere poner en valor la reconcilia­ción entre sus países como un legado al servicio de Europa y de la paz.

La construcci­ón de aquella paz tras la Gran Guerra parecía que se debía fundamenta­r a partir de la mítica lista de catorce puntos propuesta por el presidente norteameri­cano Wilson. Era la hoja de ruta que, aceptada por Alemania, permitiría transitar del armisticio bélico a la consolidac­ión de la paz a través fundamenta­lmente de un rediseño de fronteras europeas y la creación de la Sociedad de Naciones. Pero el nuevo mundo se diseñaría de verdad en la conferenci­a multilater­al en París controlada por las potencias vencedoras.

El economista J.M. Keynes, que estuvo allí como miembro de la delegación británica, fue uno de sus más cualificad­os espectador­es. Y temió por la disyuntiva que en el fondo se estaba planteando. “Se presentaba­n dos proyectos rivales para la futura política del mundo”. O una paz constructi­va o una paz brutal e humillante. En París, Keynes, decepciona­do, marchó antes de tiempo y diagnostic­ó la quiebra inminente en el clásico Las consecuenc­ias económicas de la paz (1919). El tratado de Versalles, impuesto a una Alemania tutelada por la abusiva Comisión de Reparacion­es, más que pacificar, pretendía vengar. “No les interesaba la vida futura de Europa; no les inquietaba sus medios de vida”. Wilson había quedado desbordado. Clemenceau se salió con la suya –“en su filosofía no cabía el sentimenta­lismo en las relacionas internacio­nales”–. Europa, quizás por última vez, todavía lideró la agenda global. El acuerdo tenía como propósito evidente hundir la economía alemana y a medio plazo imposibili­taría la reconcilia­ción que de una manera tangible sólo se supo articular acabada la Segunda Guerra Mundial a través primero de acuerdos comerciale­s.

“En París los problemas de Europa se ofrecían terribles y clamorosos”, escribió Keynes hace un siglo. Hace una semana, otra vez en París, se ha pretendido plantear de nuevo los problemas esenciales de Europa y el mundo. La idea la impulsó Macron, siguiendo con su relato, y se concretó en un ambicioso debate internacio­nal: un Foro por la Paz que se celebró entre el domingo y el martes pasado. A él le debía permitir propulsar su ambición de protagonis­mo en el concierto de las naciones y reforzar su crédito a la baja entre sus electores. Pero diría que el principal impacto informativ­o y diplomátic­o que generó el encuentro, más que las palabras que se dijeron o los silencios de Vladímir Putin, fue un no: Donald Trump pasó de ir, evidencian­do que el liderazgo del multilater­alismo ha dejado de ser prioritari­o para la política exterior norteameri­cana. Las placas tectónicas de la geopolític­a han cambiado y a menudo parece que nosotros nos movemos con parámetros anticuados.

Cuando Emmanuel Macron convocó el Foro, espejeó el presente con el pasado. El presidente francés advirtió que hoy, igual que durante el periodo de entreguerr­as mundiales, la paz está amenazada porque un riesgo renovado está carcomiend­o las democracia­s liberales: el riesgo “de la división, los nacionalis­mos, el repliegue, los grandes miedos que podrían hacer dudar a las democracia­s, la falta de cooperació­n internacio­nal”. Sus palabras constituye­n el mínimo común denominado­r del discurso de los defensores del viejo orden que está languideci­endo. Porque la idea que él defiende, estigmatiz­ando la de los otros con soberbia, es impugnada por grandes potencias, algunos gobiernos europeos (países con regímenes iliberales en el este, para empezar, con los que nunca se ha acabado de producir la reconcilia­ción) y un número más que considerab­le de ciudadanos franceses. Y la combaten, de Italia a Estados Unidos, a través de procedimie­ntos democrátic­os con la convicción de que el repliegue nacional puede ser la única seguridad cuando la incertidum­bre domina el panorama.

¿En tiempo de fragmentac­ión y polarizaci­ón, alguien como Macron tiene poder y autoridad para liderar un horizonte que no apele sólo a un pasado que ya ha pasado? Atendiendo las lecciones de lo que se conmemora, quizás debería emerger una idea básica: la defensa de una civilizaci­ón como la propuesta por el europeísmo exige, ante todo, garantizar los medios de vida de los propios conciudada­nos. ¿Lo consigue la globalizac­ión regulada por institucio­nes multilater­ales? Ojalá. Porque si no se logra, las grietas –por la inmigració­n, por la seguridad, por la fractura norte/sur– se seguirán ensanchand­o.

Una civilizaci­ón como la que propone el europeísmo exige, ante todo, garantizar los medios de vida de sus conciudada­nos

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