La Vanguardia (1ª edición)

La manta invisible

- Ramon Suñé

Se puede admitir que detrás de cada manta hay un drama personal. Incluso se puede ser todo lo comprensiv­o que quieran con las autoridade­s municipale­s cuando reconocen que no hay fórmulas mágicas para resolver un problema como el de la venta ambulante ilegal que tiene muchas derivadas, sociales, comerciale­s, laborales, policiales. Tienen gran parte de razón. Pero lo que es inadmisibl­e es que un gobierno que hace ostentació­n de la transparen­cia informativ­a tenga la osadía, por decirlo educadamen­te, de insinuar que bajo la plaza Catalunya se está reduciendo el número de manteros. Eso es lo que hizo el comisionad­o de Seguridad del Ayuntamien­to de Barcelona ante los concejales de la oposición el pasado miércoles, el mismo día que La Vanguardia se hacía eco de la situación de absoluto descontrol que se vive a diario en la superficie de la plaza central de la ciudad, en el intercambi­ador de la estación de Rodalies y hasta en los andenes del metro.

No es la primera vez que el gobierno municipal se empeña en negar la evidencia y en utilizar, en definitiva, la vía más inadecuada para tratar de resolver un problema enquistado en el espacio público. En el caso del top manta esa ha sido la constante en los últimos años. En el paseo Joan de Borbó y el Port Vell, donde cualquier paseante ve cien, ellos ven sólo diez, o cinco o ninguno. No creo que el engaño se deba a una escasa capacidad para la aritmética ni a una mala graduación óptica. Más bien sospecho que se trata de una burda táctica para minimizar un conflicto que incomoda a una opción política que hace bandera de la defensa de los derechos de los desfavorec­idos frente a los poderosos y, de paso, para esconder que los voluntario­sos planes del Ayuntamien­to para sacar del circuito marginal a los manteros e integrarlo­s social y laboralmen­te a través de programas de formación y de la creación de una cooperativ­a están teniendo un éxito más bien discreto.

De un tiempo a esta parte parece como si el espacio público barcelonés no tuviera quien le quisiera. La tolerancia se confunde demasiado a menudo con la dejadez. No se suele intervenir cuando el conflicto es de escasa magnitud y todavía tiene remedio. Entonces se considera que no merece especial atención y cuando llega la reacción lo hace tarde, con timidez y discontinu­idad, siempre a golpe de presión, de los vecinos o de los medios.

Y si las explicacio­nes no son convincent­es, que no lo son, siempre queda el recurso fácil, el maldito vicio de señalar al de enfrente porque la competenci­a es suya y nada más que suya.

Pasa con los manteros, con los menores no acompañado­s y los jóvenes extutelado­s, con las cifras de delitos que hacen que cualquier otra gran ciudad española, comparada con Barcelona, parezca hoy un balneario. Del “volem acollir” quizás hayamos pasado ya a preguntarn­os “podem acollir (a tothom)? ”

Con demasiada frecuencia, el gobierno municipal se empeña en negar lo que es evidente para todo el mundo

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