Crónicas barcelonesas
En Jaimes, “la librería francesa de Barcelona” (Valencia, 318), pillo o, mejor, me ofrecen un librillo de apenas 130 páginas: Barcelone brûle, de Mathieu David. El título –Barcelona arde– me hace pensar que la cosa va del procés o de los narcopisos del Raval o, si me apuran, de una posible tía abuela, bisabuela o tatarabuela de la alcaldesa Ada Colau que, de moza, entró a servir en la mansión de aquel López, el negrero, y, cosas que pasan, quedó…
Pero no, el libro, pese a su título descaradamente gimferretiano o gimferretianense o lo que sea, no va por ahí. Se trata de unas crónicas sobre nuestra ciudad que Mathieu David, un joven canadiense de Quebec, nacido en 1980, escribió sobre nuestra ciudad en la que residió, con intervalos, entre el 2003 y el 2014. Es, al parecer, el primer libro del canadiense, publicado nada menos que en la colección L’Infini, dirigida nada menos que por el mismísimo Philippe Sollers en la nada menos que prestigiosísima editorial Gallimard.
Me lo zampé en una tarde, entre whiskey y whiskey y lo que quedaba de la Sacher que el día anterior me trajo una vieja amiga de Viena. El libro del quebequense, lo confieso, me cayó de las manos nomás llegar a la mitad, allá por la página 60, cuando habla de su pareja, Flora de Buenos de Aires: “Elle était comme moi clandestine. Silencieuse, des grands yeux marron, petite Cléopâtre, cheveux longs, peau soyeuse, cul magnifique…”. Y cuando uno espera, aguarda, ansía saber algo más de aquel culo magnífico, se encuentra de golpe y porrazo con una crónica sobre la “gran encisera”, desde Giufre le Velu, incluso antes, hasta la señora Colau, pasando por los Austrias, los Borbones, la Setmana Tràgica, el 1934, el 1936… hasta llegar a las putas de la Rambla: la nigeriana de 19 años a la que el cronista paga 30 euros “pour l’amour” y que le cuenta que todavía debe 30.000 euros a sus chulos que la amenazan con liquidar a su mamá y a sus hermanitos. A las putillas de la Rambla –hoy las negras y mañana las rumanas–, y a los okupas y a esa juventud internacional, como el propio cronista, que viajan y se encuentran en Barcelona, en Gràcia, en la plaza del Rellotge, para tomar unas birras que les ofrecen unos pakistaníes antes de que llegue la policía y los eche fuera, o para disfrutar de una paella en la Barceloneta.
El libro, escrito para un público francés, se muestra pródigo en términos en cursiva: orujo, carajillo, resaca, marineros, pescadores… Y frases enteras en castellano, como “me encanta emborracharme de día”, que suelta Flora, la del magnífico culo. De vez en cuando asoma algún término en catalán, como cremat que, huelga decirlo, no tiene nada que ver con el título de la crónica barcelonesa: brûle .El cremat se bebe, no se sufre. El autor parece ser un chico sensible y, sobre todo, leído, que puestos a decorar su crónica, aparte de Giufre le Velu, de la Rose de Feu, del imprescindible (en cualquier crónica) Gaudí y de su monstruosa catedral y del culo magnífico de fulanita o de menganito, echa mano de lo que cualquier lector francés o anglófilo medianamente culto asocia con nuestra ciudad. Total, que una vez más, volvemos a encontrarnos con la presencia de George Orwell, de Simone Weil, de George Bataille, de Jean Genet…
En su crónica Mathieu David descubre en el barrio del Raval una plaza dedicada a Jean Genet. “Debe ser”, dice, “la única plaza que le han dedicado en Europa”. Pero no le desagrada, al contrario, y lo ve como un protector de las gentes que hoy pueblan el barrio, que se ganan la vida –esto no es del canadiense, es mío– con la prostitución, con el robo, como hizo el propio Genet cuando nos visitó por unos meses en 1933 y robaba en las iglesias y se disfrazaba de “señorita” en la Criolla para ganar una perras y le birlaba su capa a un carabinero, en el puerto, después de haberle hecho una mamada, mientras el infeliz iba a lavarse la polla en una fuentecica…
Nada hay en el Journal du voleur (París, Gallimard, 1949), ni una sola frase, que justifique la plaza que Joan Clos, acompañado de Lluís Pasqual, inauguró en abril de 1998 en homenaje, reconocimiento o lo que sea, al extraordinario escritor que es Jean Genet. En ningún momento de su Diario tiene una frase de simpatía para con Barcelona y los barceloneses. Ni una.
Otro caso muy distinto sería el de André Pieyre de Mandiargues (1909-1991), el autor de La Margue (Gallimard, 1967), premio Goncourt de aquel año. Pieyre de Mandiargues estuvo en Barcelona en los años sesenta, en el barrio chino, y ese sí que escribió algo sobre nuestra ciudad que aún hoy nos reconforta. Cito textualmente en su lengua: “Barcelone , cadavre, aujourd’hui d’une ville qui fut la plus libre de la péninsule ibérique et qui est piétinée par la soldatesque franquiste” (…) “Pour l’honneur de tous les hommes et femmes de races différentes qui forment ce qu’on est convenu d’appeler le peuble espagnol, et que j’aime, j’aurais un regret extréme que Franco, comme il semble aujourdd’hui probable (septiembre de 1974) meure dans son lit et non pas de mort violente”.
Pieyre de Mandiargues –que afortunadamente también tiene su plaza en el Raval, gracias a Lluís Permanyer y Pasqual Maragall– no aparece en la crónica de Mathieu David, mientras en Madrid se discute dónde demonios hay que enterrar de una vez para todas los restos del Fuhroncle –Führer/forúnculo– que es como Mandiargues le llama al dictador en su extraordinaria novela.
Cuando uno ansía saber algo más de aquel culo magnífico se encuentra con una crónica sobre la ‘gran encisera’