La Vanguardia (1ª edición)

El viejo André

- Xavier Aldekoa

Cuando anochece y el humo envuelve el aire, la terraza de Skala se llena de sonrisas de negocios turbios. En la región minera de Katanga, en el sur de la República Democrátic­a del Congo, no hay susurros más caros que los de ese discreto local de Likasi, una ciudad levantada sobre mil vetas de oro, cobre y cobalto. Alrededor de las mesas más aisladas, se reúnen furtivamen­te cada noche hombres de negocios belgas o americanos con sus intermedia­rios congoleses, militares sin uniforme a la caza de jugosos sobornos chinos y prostituta­s en busca de besos patrocinad­os. La camarera, Grace, es simpática y discreta y sirve los platos con la pausa justa para escuchar lo suficiente, nunca más. En el interior del local hay una televisión donde echan los partidos de la Premier League y del Barça o el Madrid y que casi nadie mira. Todo ocurre en la terraza; en la penumbra.

Aquella noche la mejor mesa, la más oscura, la ocupaba André. Después de una hora reunido, despachó con un ademán cansado a dos asiáticos y se quedó solo delante de una botella de cerveza de litro y fumando sin parar. Tenía la cabeza rapada, treinta y cinco años en cada hombro y la mirada felina de quien ha disparado demasiado.

Cuando nuestras miradas se cruzaron, fue él quien disparó primero. –¿Você é português? Me acerqué para estrecharl­e la mano, le dije que era de Barcelona y sonrió. “¡Ah, Messi! Eu também”. Señaló la silla vacía a su lado y fue escueto. –Sente-se, jovem. André hablaba un portugués salpicado de francés e inglés y encendió otro cigarrillo para explicar por qué. Era coronel del ejército congolés, casi retirado ya, y había luchado en las

Había disparado muchas veces y esquivado la muerte; “cuando vaya a Barcelona, iré al Camp Nou”, decía

guerras de independen­cia de Mozambique, Zimbabwe y Angola. Había compartido trinchera, decía, con Samora y Mugabe y me mostró una condecorac­ión a los héroes de la guerra zimbabuens­e con el pecho hinchado de orgullo. Me enseñó también una cicatriz en el brazo —en la peor batalla, cuando la muerte parecía inevitable, una bala le atravesó el bíceps y despertó un día después casi resucitado—, pidió más cerveza y rescató recuerdos durante horas. Quizás fue el alcohol, que el bar se había vaciado, o que le escuchaba y con eso a veces basta, pero criticó al gobierno sin importarle nada más.

–Yo he luchado por ideales, jamás por el dinero, fui libre. Y un hombre libre no tiene miedo de nada– dijo.

Antes de despedirno­s, con la mirada ya algo vidriosa, me confesó que estaba harto de los chinos, que eran unos mentirosos y me propuso hacer negocios con él. Las minas de Congo, dijo muy serio, mueven mucho dinero. Sólo puso una condición.

–Cuando vaya a Barcelona, vamos juntos a ver el Barça al Camp Nou.

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