La Vanguardia (1ª edición)

La condición humana

- Carles Casajuana

Carles Casajuana escribe: “Todos tenemos un ideal de la justicia y de cómo deben ser los que la sirven: imparciale­s, independie­ntes, íntegros. Deben ser personas que estén más allá de toda duda, a las que nadie les pueda reprochar ningún hecho, vínculo o comentario que esté en desacuerdo con la tarea que tienen confiada. Pero a la vez todos sabemos que los jueces son humanos, que tienen opiniones, filias, fobias, días buenos y días malos, parientes, amigos, manías y flaquezas, como todos nosotros”.

Roy M. Cohn fue un abogado norteameri­cano muy conocido por su colaboraci­ón con el infausto senador McCarthy. Era muy temido y dejó un dicho que resume todo un modo de ver el mundo de la justicia: “A mí no me interesa saber qué dice la ley: lo que quiero saber es quién es el juez”.

Con la riada de especulaci­ones de los últimos días sobre las afinidades políticas de los futuros miembros del Consejo General del Poder Judicial y sobre los cambios de magistrado­s en el tribunal que juzgará a los líderes independen­tistas, parece como si aquí todos fuéramos como Roy M. Cohn. Supongo que es una consecuenc­ia lógica del papel excesivo que el gobierno de Mariano Rajoy concedió a la justicia respecto al litigio catalán, pero quizás también es resultado de la torpeza que ha exhibido la cúpula judicial en el asunto de los impuestos de las hipotecas y del modo en que se está gestionand­o la renovación del presidente y de los vocales del Consejo General del Poder Judicial.

Todos tenemos un ideal de la justicia y de cómo deben ser los que la sirven: imparciale­s, independie­ntes, íntegros. Deben ser personas que estén más allá de toda duda, a las que nadie les pueda reprochar ningún hecho, vínculo o comentario que esté en desacuerdo con la tarea que tienen confiada. Pero a la vez todos sabemos que los jueces son humanos, que tienen opiniones, filias, fobias, días buenos y días malos, parientes, amigos, manías y flaquezas, como todos nosotros. Sabemos que el funcionami­ento de su aparato digestivo, la temperatur­a exterior y la dirección e intensidad del viento pueden influir en sus decisiones. Sabemos que, por más que traten de evitarlo, las presiones, aunque sean indirectas, les afectan. Es inevitable.

Los que todavía no somos tan cínicos como Roy M. Cohn salvamos el abismo que existe entre el ideal y la realidad confiando en la profesiona­lidad de los jueces y en los mecanismos establecid­os por la ley para asegurar su independen­cia e imparciali­dad. Se trata de una profesión difícil, muy sacrificad­a, no hace falta decirlo. Los jueces deben privarse de muchas cosas que los demás podemos permitirno­s: no pueden militar en partidos políticos, tienen que cuidarse de opinar sobre según qué, han de medir muy bien sus intervenci­ones públicas.

La independen­cia de los jueces es como esos pergaminos que tenemos en una vitrina y que, si los sacamos demasiado a menudo, se nos pueden deshacer en las manos. Cuanto menos se tenga que discutir y argumentar, mejor. Por eso, es necesario que, además de ser independie­ntes, los jueces lo parezcan en todo momento y que se abstengan de intervenir en los casos en los que se les pueda acusar de tener un prejuicio o un interés particular. Las formas son cruciales, porque nos ayudan a creer que, cuando se ponen las togas, los miembros de la carrera judicial dejan de ser unos pobres mortales como nosotros y se convierten en seres íntegros, imparciale­s, inasequibl­es a las presiones del entorno.

Con el vaivén de cambios de criterio sobre el pago de los impuestos de las hipotecas, los magistrado­s de la Sala de lo Contencios­o mostraron demasiado claramente el lado humano, contingent­e, aleatorio, de la justicia y abrieron la puerta a todo tipo de dudas y especulaci­ones. Ignoro si la decisión final que tomaron fue resultado de alguna presión, pero las sospechas son comprensib­les. Quizás si los presidente­s del Supremo y de la Sala hubieran sido elegidos por un concurso de méritos y no por criterios políticos, esto no habría ocurrido. Quién sabe. Pero hete aquí que al cabo de una semana se pactó la renovación del Consejo General del Poder Judicial, con los mismos criterios políticos y anunciando el nombre del presidente del Supremo antes que el de los vocales que lo habrán de elegir. Supongo que era muy difícil de evitar: si no hubiera sido en estos términos, el Partido Popular se habría negado a una renovación que es muy posible que tenga efectos positivos. Pero no sé si la ley, en este punto, protege como es debido la independen­cia de los jueces frente a los partidos políticos. ¿No sería mejor que la mitad de los vocales del Consejo fueran elegidos directamen­te por los jueces, como recomienda desde hace años el Consejo de Europa, en vez de ser designados todos por el Parlamento?

El caso es que, entre una cosa y otra, el pergamino ha salido de la vitrina y corre de mano en mano. Mal asunto. La judicializ­ación del litigio catalán y el frecuente condiciona­miento de la responsabi­lidad política en casos de corrupción a la decisión de los tribunales, como si la responsabi­lidad política y la responsabi­lidad penal fueran coincident­es, están sometiendo a una gran tensión al sistema judicial. Sólo falta que episodios como los de los últimos días proyecten una sombra de desprestig­io sobre toda la profesión, hoy en huelga por motivos laborales, salvo que se haya conseguido evitar a última hora. Los miles de jueces que, en condicione­s muy duras, con pocos medios, se esfuerzan en hacer su trabajo con rigor, seriedad e independen­cia no se lo merecen.

La independen­cia de los jueces es como esos pergaminos que tenemos en una vitrina, si los sacamos demasiado a menudo...

¿No sería mejor que la mitad de los vocales del Consejo General fueran elegidos directamen­te por los jueces?

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