El guionista que no sabía nada
William Goldman fue uno de los más grandes y mejor pagados guionistas de Hollywood. Famoso no sólo por las novelas que convirtió en películas hoy míticas o por sus oscarizados guiones originales, sino por los otros muchos guiones que se encargó de arreglar bajo mano para que se convirtieran en películas de éxito y por haber hecho una de las disecciones más mordaces de la industria del cine.
Paradójicamente, este genio del guion cinematográfico hizo célebre una frase en la que resumía todo el conocimiento de Hollywood sobre el cine de éxito: “Nadie sabe nada”. Una afirmación que las productoras acabaron admitiendo como muy cierta: ni el actor más en boga, ni una gran historia, ni el mejor director garantizan que una película vaya a triunfar.
Pero sigamos sus consejos y no adelantemos acontecimientos. Vayamos al principio. La primera gran escena ha de ser en 1968. Goldman es un escritor mediocre de Chicago, con varias novelas en su haber que no acaban de triunfar. Cinco años antes, un actor con cierto nombre, Cliff Robertson, le había animado a adaptar alguna novela en guion. Goldman, sin tener ni idea, hizo un trabajo chapucero que fue rechazado. Pero su segundo intento, Harper, detective privado (1966), lo compró Paul Newman.
Entonces decidió escribir una historia directamente para el cine. Así salió el fenómeno de Dos hombres y un destino(1969). Pese a ser un western, en un momento en que el género estaba en declive, con el aval de Newman, Goldman se convirtió en la envidia de la industria.
Consiguió un récord histórico al vender el guion por 400.000 dólares (actualmente serían alrededor de 2,5 millones de euros de hoy). Paul Newman y Robert Redford dieron vida a los bandoleros protagonistas, la película fue un megaéxito y ganó cuatro Oscars, incluido el de Goldman, que de la mañana a la noche se convirtió en un fenómeno.
Corte y aparecemos en los años
Además de escribir películas hoy míticas, se dedicó a arreglar otras y a revelar cómo funciona Hollywood
setenta. Goldman triunfa con la adaptación de su novela Marathon Man (1976), adaptando historias de otros, como la bélica Un puente lejano (1977), y sobre todo guionizando el caso Watergate en Todos los hombres del presidente (1976). Esta última película fue su mayor pesadilla. Le valió su segundo Oscar, pero años después admitía que preferiría no haberla hecho. Su relación con Robert Redford, que ejercía de productor además de protagonista, fue tensa y hubo tantas reescrituras que se convirtió en una tortura. También rehizo, sin acreditar, el drama carcelario Papillon (1973), con Dustin Hoffman y Steve McQueen, y empezó a ganar prestigio como fontanero de guiones. A lo largo de los años pasarían por sus manos algunos otros, como la comedia de Danny DeVito La guerra de los Rose (1989) o la de Arnold Schwarzenegger El último gran héroe (1993).
En un fundido, enlazamos con los años ochenta. Hollywood estaba en crisis y él pensó que sería interesante explicar cómo funcionaba aquello. El resultado fue Las aventuras de un guionista en Hollywood (editada aquí por Plot). Así te enterabas que toda estrella que se precie va con su guionista de confianza para retocar la historia a su gusto o que grandes directores, como William Wyler o Alan J. Pakula, filmaban cien versiones de la misma película para estar seguros de no errar el tiro.
Cambio de plano. Al final de la década, dio al director Rob Reiner dos guiones redondos: la versión cinematográfica de su novela más querida, La princesa prometida (1987), y una de las mejores adaptaciones de una novela de Stephen King, Misery (1990). Después de algún sonoro fracaso, como Chaplin (1992), o de colaborar con Clint Eastwood, Poder absoluto (1997), su producción fue espaciándose.
El pasado viernes, un cáncer de colon sumado a una neumonía puso fin a su historia, que no a su fama. “Ha fallecido uno de los grandes guionistas que ha dado el cine”, tuiteaba el director Juan Antonio Bayona, mientras las redes se llenaban con una frase: “Me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate para morir”. Fundido en negro. Fin.