La Vanguardia (1ª edición)

¿Qué ocurrió con el pacto territoria­l?

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Nuestra Constituci­ón nació bajo el signo de la ambivalenc­ia. Queriendo abrazar a todos, no decidió de forma tajante por nadie. Salvo en el establecim­iento inequívoco de la monarquía, la ambigüedad recorrió casi todos sus postulados. En el modelo territoria­l dejó una huella bien marcada, no solo porque renunció a introducir en su articulado el mapa definitivo de las autonomías, sino también, y sobre todo, por la caracteriz­ación que, de entrada, y por principio, hace a este respecto de nuestro país.

Es cosa sabida. Su artículo segundo –dicen que por imposición militar– afirma “la indisolubl­e unidad de la Nación española, patria común e indivisibl­e de todos los españoles”, pero al mismo tiempo reconoce una pluralidad de “nacionalid­ades y regiones” con derecho a la autonomía. Desde su mismo pórtico, conviven en ella una suerte de exclamació­n mononacion­al con el reconocimi­ento de una muy particular, por asimétrica, pluralidad.

Ambas dimensione­s cuentan con despliegue constituci­onal. La España monocolor se proyecta sobre nuestro Senado y está presente en la intangibil­idad de la división provincial. La propia norma fundamenta­l diseña, para el medio plazo, un posible horizonte de homogeneid­ad competenci­al de todas las comunidade­s.

Uniformida­d y pluralismo

Sin embargo, junto a estas vetas de uniformida­d encontramo­s trazas pluralista­s con cierto eco federal. La Constituci­ón realza aquellos territorio­s que plebiscita­ron afirmativa­mente sus proyectos de estatuto de autonomía durante la II República. Era la pista para distinguir las nacionalid­ades de las simples regiones. Pese a su lenguaje abstracto, la carta del 78 quería afrontar el encaje de Catalunya y el País Vasco. El acceso automático de estas naciones a la autonomía más elevada quedó expedito. Y sus estatutos tuvieron la condición especial de una norma

pactada entre sus representa­ntes y los del Estado central.

La Constituci­ón, declarando la igualdad entre los ciudadanos, y afirmando la solidarida­d entre territorio­s, no impuso la simetría entre ellos. Reconoció, por el contrario, su profunda diversidad.

Harina de otro costal ha sido el desarrollo de sus preceptos y principios. Aquí ha ganado la geometría de la uniformida­d. La alusión a las naciones presentes en el país no es que se haya disuelto: se ha banalizado, por su interesada generaliza­ción, tras la última ronda de reforma estatutari­a. Por eso los partidos que se proclaman constituci­onalistas invocan a día de hoy una Constituci­ón mutada, extraña a su complexión originaria. Y cuando la utilizan como ariete para excluir a amplias minorías sociales faltan clamorosam­ente al espíritu conciliado­r de la transición que dicen encarnar.

Si aún cabe encontrar claves de relajación del actual contencios­o territoria­l en nuestra norma fundamenta­l es precisamen­te a costa de repristina­r sus intencione­s. Sobre todo la de reconocer la plurinacio­nalidad, pero también la de dar cabida en sus principios a todas las sensibilid­ades en presencia.

Este propósito ecuménico conduce, sin embargo, a la necesidad de una profunda revisión constituci­onal. Solo a su través cabe incorporar la extendida reclamació­n del derecho de autodeterm­inación. Y para tal reforma a fondo no vale el procedimie­nto previsto en la Constituci­ón, que no concede espacio al criterio de las naciones en cuanto tales.

Hay, pues, que retocarla hasta en su regulación de la reforma. La dificultad es evidente, pero su necesidad, de no mediar rectificac­ión independen­tista, no resulta menos ostensible. Si no se encara a tiempo, agravaremo­s el divorcio presente, abono del centralism­o más agresivo, que nos aboca a seguir desnatural­izando nuestra Constituci­ón o a sufrir salidas situadas ya a sus afueras.

En el desarrollo de la Constituci­ón ha ganado la geometría de la uniformida­d

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Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho y de las Institucio­nes en la Universida­d de Sevilla. Acaba de coeditar Fraud eo esperanza: 40 años de Constituci­ón

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