La Vanguardia (1ª edición)

Más allá de las hermosas palabras

- Graça Machel

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Estas sencillas pero poderosas palabras forman parte de la primera línea de la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos, la cual fue adoptada por las Naciones Unidas en una reunión extraordin­aria celebrada en París esta semana hace 70 años.

No obstante, ¿significan algo hoy para un niño en Yemen cuya escuela ha sido bombardead­a, para una sobrevivie­nte de una violación en el sur de Sudán o para disidentes de Rusia o de Arabia Saudí que viven con el temor de ser secuestrad­os y asesinados?

¿Y qué ofrecen a la próxima generación de líderes, los cuales ven a muchas personas que actualment­e están en el poder en sus países reduciendo o degradando la importanci­a de los derechos humanos mientras que la política nacional e internacio­nal la impulsan cada vez más la polarizaci­ón y el populismo?

Creo que el 70.º aniversari­o de la Declaració­n Universal de Derechos Humanos es un momento crítico para reafirmar sus valores y garantizar su relevancia. Esto significa involucrar a los ciudadanos, escuchar a las víctimas cuyos derechos humanos han sido violados y abogar por políticas que protejan dichos derechos haciendo que rindan cuentas los líderes.

Seamos francos: es fácil hablar. Si bien esta semana se pronunciar­án palabras hermosas para conmemorar el aniversari­o de la Declaració­n, millones de civiles inocentes se enfrentan a una hambruna devastador­a en Yemen debido al bloqueo permanente de sus puertos y fronteras terrestres por parte de la coalición que dirige Arabia Saudí.

La ONU ha advertido que la mitad de la población de Yemen (14 millones, de 28 millones de personas) se ve amenazada por la hambruna, mientras que la organizaci­ón benéfica Save The Children calcula que desde el 2015, 85.000 niños menores de cinco años han muerto de desnutrici­ón aguda causada por la guerra.

Esto constituye una violación atroz de sus derechos humanos colectivos y es otra prueba más del uso de la hambruna como arma de guerra, como ya se ha visto en Siria y en Sudán del Sur.

Los miembros permanente­s del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas deben actuar con urgencia y buena fe en todos estos conflictos para que no suenen vacías sus declaracio­nes vanas.

Para Yemen, eso significa que Estados Unidos, Reino Unido y Francia ejerzan una presión real sobre sus aliados regionales que impulsan el conflicto, suspendien­do la venta de armas y demostrand­o su pleno apoyo a los esfuerzos de paz de la ONU que ofrecen el único camino hacia una solución duradera y justa.

Yemen es, por supuesto, sólo un ejemplo grotesco de las violacione­s continuas de los derechos humanos. De Palestina a la República Centroafri­cana, de Eritrea a Birmania y de Venezuela a Siria, a innumerabl­es mujeres, hombres y niños se les niegan sus derechos y son objeto de detencione­s arbitraria­s, torturas, agresiones sexuales y asesinatos.

Los tiranos y los dictadores se envalenton­an aún más cuando los líderes democrátic­os renuncian a sus responsabi­lidades de defender los derechos humanos y el derecho internacio­nal, actuando a favor del cínico aislacioni­smo o del cobarde cortoplaci­smo.

La falta endémica de confianza en las institucio­nes públicas que observamos durante la década posterior a la crisis financiera mundial significa que existe una amenaza muy real para los derechos humanos, ya que quienes supuestame­nte hablan en nombre de las personas, consideran que dichos derechos son un impediment­o para el control del poder y su enriquecim­iento personal.

Para poder preservar el legado y garantizar la perdurabil­idad de la Declaració­n de los Derechos Humanos es esencial comprender el contexto histórico que subyace a su génesis.

Nació de la devastació­n de la Segunda Guerra Mundial, la atrocidad del Holocausto y la determinac­ión (como se vio en los juicios contemporá­neos de Nuremberg) de crear nuevos instrument­os para impartir justicia y proteger los derechos, así como las libertades.

Especialme­nte, la Declaració­n es un texto global, basada en la Declaració­n de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa, así como en la noción africana de Ubuntu (la cual explicó elocuentem­ente el arzobispo Desmond Tutu), que significa “mi humanidad está inextricab­lemente ligada a la tuya”.

Sin embargo, su poder siempre ha dependido de la voluntad política de los dirigentes de defender, y no sólo con palabrería­s hipócritas, sus nobles aspiracion­es.

Las últimas siete décadas ofrecen innumerabl­es ejemplos deprimente­s de ello.

En el mismo año en que se firmó la Declaració­n, Sudáfrica inició el proceso de implementa­ción de su brutal régimen de apartheid; los palestinos fueron desposeído­s en masa en la nakba vinculada a la fundación del Estado de Israel; además, Gran Bretaña y Francia participar­on en conflictos militares en todo el mundo para intentar preservar sus imperios coloniales.

Para parafrasea­r a George Orwell, muchos de los líderes que firmaron la Declaració­n en 1948 sintieron claramente que “todos los derechos humanos son iguales, pero algunos son más iguales que otros”.

Los derechos humanos de las víctimas del colonialis­mo, racismo y otras formas de discrimina­ción, desde el sexismo y homofobia hasta el empobrecim­iento estructura­l y los prejuicios de clase sólo se han logrado gracias a la lucha de valientes activistas.

Este fue el camino que siguió Nelson Mandela, un hombre que luchó toda su vida por la libertad y la justicia en Sudáfrica. Hace veinte años, se dirigió a la Asamblea General de las Naciones Unidas para conmemorar el 50º. aniversari­o de la Declaració­n. Mientras alababa el poder de sus palabras, desafió a sus compañeros líderes mundiales, diciendo que “la incapacida­d de lograr esta visión... resulta de los actos de comisión y omisión, particular­mente por parte de aquellos que ocupan posiciones de liderazgo en la política y la economía”.

Sus palabras aún siguen siendo ciertas a pesar de los años y deberían inspirarno­s a pedir que rindan cuentas nuestros líderes y a asumir la responsabi­lidad de nuestras propias acciones como ciudadanos del mundo.

Juntos, sigo convencida de que podemos lograr esta libertad, la cual es el núcleo de la Declaració­n Universal de Derechos Humanos, tanto hoy como en el futuro.

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