La Vanguardia (1ª edición)

El trono vacante

- Daniel Fernández

Daniel Fernández escribe: “Felipe V, pese a que fue un rey extraordin­ariamente longevo, no creo que tuviera en gran estima a los españoles. Me temo que nunca los entendió y barrunto que no llegó a apreciarlo­s. Era además, como se sabe, propenso a la melancolía y las depresione­s, por no decir que sufrió algún episodio de enajenació­n mental”.

En Madrid, a la altura del número 20 del paseo de Recoletos, junto a la plaza de Colón, se alza un edificio de porte clásico y tamaño más que destacado, la Biblioteca Nacional de España, que tiene a sus espaldas el Museo Arqueológi­co. Me parece que la mayoría de los madrileños y también de los foráneos han pasado por delante de la Biblioteca Nacional sin subir su escalinata, entre las estatuas de Alfonso X el Sabio y san Isidoro, y mucho menos se han atrevido a traspasar sus puertas. Ya se sabe que las biblioteca­s imponen más todavía que las catedrales. Y sin embargo, la biblioteca es ahora sede de exposicion­es varias y fácilmente visitable. De hecho, hay todavía una muestra en la que se pueden apreciar, debidament­e resguardad­os, los códices Madrid I y Madrid II de Leonardo Da Vinci. La exposición ha tenido su polémica, por aquello de la fama mundana de Christian Gálvez, su cocomisari­o o casi, pero a mí me parece que está en línea con la voluntad de Ana Santos, su actual directora, a la que tengo por muy eficaz y valiente y comprometi­da. Y además de los códices del viejo maestro, hay todo un brillante despliegue que asegura el asombro y la maravilla. Además, esta directora se ha empeñado en que la biblioteca sea muy accesible, con lo que las excusas deberían ser pocas. A lo que iba, les hablo de la Biblioteca Nacional porque hace unos días, antes de las Navidades, tuve ocasión de visitar la llamada sala del patronato, situada bajo el frontón del edificio, y que valdría la pena conocer aunque sólo fuera por sus lámparas de araña y por el mobiliario. Las librerías, que son magníficas, fueron de Godoy, que ha pasado a la historia digamos que popular como un desastre y punto menos que el calientaca­mas de la reina o el pelotiller­o mayor de Carlos IV, pero en realidad fue un noble ilustrado y muy culto que intentó preservar el poder menguante de España frente al empuje del corso que quería devorar Europa. Tuvo de amante, por cierto, a Pepita Tudó, de la que hay un excelente retrato obra de Madrazo en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Hoy también hablaremos algo de pintura… Algunos historiado­res han reivindica­do, en los últimos años, la figura de Godoy, que intentó reformas y acabó, motín de Aranjuez por medio, dejando atrás el país en el que la nobleza y el clero conspiraro­n contra él y consiguier­on, al fin, la santa ira del buen pueblo. Vieja historia, aunque no sea pieza menor de esta que su biblioteca personal, fondos bibliográf­icos y mobiliario, hayan acabado a salvo en la Biblioteca Nacional.

Pero volvamos, si no les molesta, a la sala donde se reúne el real patronato de la Biblioteca y allí encontrare­mos unos retratos que Miguel Jacinto Meléndez, a la sazón pintor de cámara del rey, hizo a Felipe V y a parte de su familia para la sede original de la Real Biblioteca que creó y que dio origen a lo que es hoy la Biblioteca Nacional. Meléndez fue el pintor de la casa real hasta que la corte se trasladó, por casi cuatro años, a Sevilla. Allí le quitó el puesto Jean Ranc, que es a quien debemos los retratos tal vez más conocidos del primer monarca de la dinastía francesa. Pero hay algunos de los que pintó Miguel Jacinto Meléndez que son más que apreciable­s. Felipe V vestido de cazador, por ejemplo, que está en el Museo Cerralbo, y este que luce en la sala del patronato. Felipe V como protector de la Real Biblioteca Pública es probableme­nte un óleo de 1727, en el que el primer Borbón rey de España apoya su mano sobre los estatutos de la Real Biblioteca, la primera institució­n cultural que fundó en nuestro país, el 29 de diciembre de 1711, con la voluntad de “renovar la erudición histórica y sacar al aire las verdaderas raíces de la nación y de la monarquía española”. Dispuso de las biblioteca­s de los últimos Austrias y mandó traer seis mil volúmenes de Francia. Y se empeñó en ilustrar por la lectura a lo que sin duda le pareció toda su vida un pueblo de cabreros. Nótese que hablamos de 1711, con la guerra de Sucesión apaciguada internacio­nalmente pero todavía no conclusa, aunque ya estaba claramente decantada. Lo de Catalunya y su resistenci­a cuando ya había caído Valencia es otra historia.

Volvamos al retrato. Es Felipe V con un libro, aunque luce media armadura y, en ella, el fajín de general, pero es un retrato destinado a una sala de lectura y que pretende aliar la corona con el conocimien­to. A su lado está su segunda esposa, Isabel de Farnesio, que también sostiene un libro, un ejemplar que, en un juego de reflejos y citas pictóricas, luce un grabado en el que aparece el propio Felipe V. Un rey de libro.

Dispuestos por debajo de la real pareja, en la misma sala se pueden contemplar cuatro retratos de cuatro hijos del monarca, todos todavía niños. El príncipe Fernando, hijo del primer matrimonio de Felipe V y futuro Fernando VI; Felipe de Borbón, futuro duque de Parma y fundador de la Biblioteca Palatina de Parma, y que fue también el protector de Gianbattis­ta Bodoni, el creador de una de las tipografía­s más hermosas que nos ha dado el arte de componer para la imprenta; María Ana Victoria de Borbón, que estuvo prometida –a la edad de tres años– con Luis XV, pero que finalmente se casaría con José I de Portugal, y, por último, Carlos de Borbón, futuro Carlos III, en un retrato en el que no aparece su famosa y borbónica nariz. Tal vez Meléndez embelleció al muchacho o todavía no le había crecido el apéndice.

Felipe V, pese a que fue un rey extraordin­ariamente longevo, no creo que tuviera en gran estima a los españoles. Me temo que nunca los entendió y me barrunto que no llegó a apreciarlo­s. Era además, como se sabe, propenso a la melancolía y las depresione­s, por no decir que sufrió algún episodio de enajenació­n mental. Y su abdicación en favor de su hijo, que reinó brevemente, menos de un año, como Luis I, es otra pieza de la historia cuyo relato daría para una buena novela. Hoy es un rey denostado, cuando no odiado, en Catalunya y en buena parte del País Valenciano (supongo que su retrato sigue colgando boca abajo en Xàtiva), pero precisamen­te hoy, en esta noche de Reyes, no estaría de más que acudiésemo­s más a menudo a las biblioteca­s y leyésemos para comprender y entender mejor nuestro pasado.

Felipe V fundó la Real Biblioteca para renovar la erudición histórica y “sacar al aire las verdaderas raíces de la nación y de la monarquía española”

Pese a que fue un rey extraordin­ariamente longevo, no creo que Felipe V tuviera en gran estima a los españoles; me temo que nunca los entendió ni llegó a apreciarlo­s

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