La Vanguardia (1ª edición)

La fábula de Zelig

- Màrius Carol

WOODY Allen describió en su película Zelig, mejor que nadie, lo que es la crisis de identidad. Hace un siglo, un hombre se hizo famoso por su habilidad de cambiar su apariencia en función de las personas con las que se relacionab­a. Leonard Zelig asombró a los científico­s en el hospital Manhattan de Nueva York. Se le enfrentaba ante dos hombres con sobrepeso y al rato de hablar con ellos se hinchaba hasta los cien kilos. Después se le situaba junto a dos afroameric­anos y, al iniciar su conversaci­ón, era un negro más. Incluso coincidió en un balcón con Hitler arengando a las masas y a los pocos minutos era un calco del Führer. En una encuesta callejera, los ciudadanos manifestab­an admirar esta facultad de Zelig: “Ojalá fuera como Zelig, el hombre cambiante. Podría ser personas diferentes. Y quizás algún día mis sueños se hicieran realidad”. La doctora Flecher le sometió a sesiones de hipnosis: “Dígame por qué asume estas caracterís­ticas”. “Porque es seguro (...) quiero gustar”.

La política se ha hecho líquida: cada vez parecen importar menos los valores, lo relevante es gustar. Así que si hay que cambiar de rostro o de chaqueta, de pensamient­o o de programa, no pasa nada, porque el coste social es mínimo, sobre todo si los expertos manejan bien la nueva imagen o el renovado mensaje en las redes. La verdad ha dejado de ser relevante ante la presión del algoritmo. Aceptamos sin darnos cuenta situacione­s que nos deberían escandaliz­ar. El mundo está habitado cada vez por más personajes como Zelig.

Que el PP asuma parte del discurso de Vox sobre la violencia doméstica, en contra de lo que dice su doctrina o incluso de las leyes que ha aprobado, para conseguir el gobierno de Andalucía es más que un acto de cinismo. Es la demostraci­ón de que, de seguir así, un día Casado se sentará a firmar un acuerdo con Santiago Abascal y, al poco, será su doble. Todo está escrito en Zelig, una fábula actual.

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